Vistas de página en total

domingo, 21 de septiembre de 2014

JAPI BERDEI TULLU, GABRIEL FUSTER

Hoy es nueve de noviembre y voy a tener una fiesta de cumpleaños porque cumplo ocho años este día. Mi mamá, Pilar Marta Patricia Monterroso Pons de Martínez, se halla tan debilitada de su dieta rigurosa que dice no ser capaz de mover un músculo para mostrar cortesía a nadie, por eso mi papá se hará cargo de los preparativos para la piñata, si sabe lo que le conviene. Mi mamá está acostada en su recámara con una toalla mojada sobre los ojos y desde ahí distribuye responsabilidades, algunas completamente imposibles. Se asoma al espejo, con la misma curiosidad con que espía a los vecinos. Ella dice que organizar una fiesta infantil es invento de un monosabio, que mejor debió llamarla “Fiesta brava”. La señora Escalera, la señora de la limpieza, asegura que tendré una fiesta muy bonita, que no haga caso de la filosa culpa cristiana. Ella escucha hasta el cansancio la radio, en la estación 96.2 megahertz, “La Consentida”, y, entendiendo ese mundo de soledad, sabe trapear, sabe barrer y sabe limpiar el sueño salpicado, de todas las veces que el refrigerador tiene una crisis nerviosa y se deshiela.

                No sé.
                Mi fiesta de siete años fue muy feliz. 
                Yo dije que quería una fiesta de etiqueta y mis papás se apresuraron a quitarle todas las pegatinas a los frascos de la alacena y las regaron como pétalos de rosas sobre una alfombra roja. Cosas de mujeres. Invité a todos mis amigos del Colegio Interamericano. Inclusive Paco de la Fuente. Paco de la Fuente suele perseguirme por todo el salón con mocos en la mano, pero mi abuela dice que la familia de Paco es gente igual de intragable, pegajosa y no te deja respirar, pero gente acomodada al fin. Mi suerte es muy diferente bajo la estrecha supervisión de un adulto, específicamente la abuela. Invité a mi mejor amiga, Lupita Garnica, que es un poco más alta que yo porque usa un aparato ortopédico de aluminio, de manera que ocupa su pupitre no muy distinto de los juegos mecánicos en los parques de diversiones. Su papá cumple condena de diez años en prisión por robo de maquinaria, propiedad de petróleos mexicanos, y su segunda mamá fue aeromoza de Aeroméxico, hasta que le quitaron el trabajo por una acusación de contrabando. La abuela siente pena por mi amiga Lupita, porque piensa que debe sentirse como la princesa encantada hasta los ánimos de sapos y culebras. Con gran satisfacción para ambas, Moloko, mi duende imaginario tiene el poder de la invisibilidad. “Habla, Moloko ¿Dónde estás?”, le digo. Muchas veces tengo miedo de chocar accidentalmente con él. Cuando el trato social toma ese rumbo, siempre cuentan las tareas del tercer grado, donde recién aprendimos a conjugar los verbos “jugar”, “crecer” y “cumplir”, excepto por Nelson Echeverría que es disléxico. La abuela dice que eso significa “adoptado” en latín. Gabriel Fuster es el niño genio. Otro caso por el estilo, en lo que se refiere a hacer monstruos a la medida. Yo pienso que es adorable, aunque muchas veces es demasiado callado, al grado que parece tener una cremallera por boca. Eventualmente, alcanza a ser parte de esa  alegría colectiva declarando a los cuatro vientos que ya los pajaritos cantan y la luna se ha metido y todavía puede leer a Camus. Aquí y allá, serpentina de colores, confeti y sombreritos cónicos para provocar a los niños de la casa de junto. Quince caritas angelicales te quedaron viendo que no tuviste invitación firmada. Un fotógrafo no entrará en escena más que para traer la luz que nos hiere a cambio de una sonrisa o un bostezo. La luz usada deja quemaduras de ámbar en la cuadratura anómala del instante fotográfico. Yo dije que quería una fiesta de disfraces y el fotógrafo mira molinos donde hay gigantes. Feliz cumpleaños, pequeña Graciela.
               Mi maestra Elsa hizo su llegada puntual. La mamá de Tomás Ortiz dice que es Katy la oruga. A ella no le gusta que la llamen gorda. Ella prefiere que la llamen a comer. Ya sea pozole, quesadillas de huitlacoche, tamales de dulce, de chile o de manteca por cualquier otro nombre. Una cosa es tener conciencia y otra tener ganas. Ella nos ha enseñado cuentos con las primeras letras y canciones divertidas, pero durante los recreos se la pasa encerrada en el baño llorando y quejándose del modo que la Secretaría de Educación trata a las mujeres con doctorados. También pregunta si el papá de Rosa Barroso está disponible para dormir juntos, desde que sabe que dejó a la esposa por una cajera de Wal Mart de 19 años, porque Rosa los ha visto ensalivándose la cara y el pecho uno al otro. Yo le pregunto a Jorge Guadarrama si está disponible el sábado en la noche para acostarnos como los adultos, pero él me indica que su hora de irse a la cama es a las siete y media. Entonces mi abuela comenta: “Marta, la boca de esta niña es un bote de basura”. Mi mamá sabía que hay enfermedades que se transmiten por las ideas, pero mi maestra Elsa sale en defensa pidiendo que no repriman mi crecimiento hormonal. No soy esa muñeca vestida de azul, porque mi mamá siempre tiene la  opinión que cualquier ropa me queda grande. No importa que este año, yo crecí más que los otros niños. Le pregunto a mamá: “Mami, cuando sea grande, ¿Seré una esposa trofeo, igual que tú?”. Por supuesto, pequeña, mira que exitosas son tus Barbies. Cierto, tengo tres muñecas Barbie; una que es modelo y entrenadora de aerobics. Otra que es exitosa abogada penalista con guardarropa de Armani y otra que es Santa Barbie de la Sagrada Iglesia de Mattel. La mayor parte del tiempo me ocupo en hablar a favor de las tres desde mi teléfono Fisher-Price, explicando al oso de peluche que no todos los buenos libretos tienen que irse con Resident Evil o Lara Croft. En otra ocasión, llamo a Paramount Pictures para avisar que Moloko ha regresado de su internado por rehabilitación y se muere por trabajar. Moloko es el próximo Henrik Ibsen de las listas navideñas. Abuela trae a su recuerdo aquellas muñecas de trapo bautizadas con todos los nombres ocurrentes, zurcidas con puntos de sutura y el habla de izquierda a derecha, al grado de servir como objetos preciados de colección. Las actuales muñecas tienen cuerpos de prostitutas. No entiendo la palabra. Mamá explica que la palabra prostituta significa actriz. Lupita Garnica y yo decidimos decirle a la maestra Elsa que queremos ser prostitutas en la pastorela de la escuela. Mejor aún, yo podría ser la agente de Lupita y cobrar el 20 por ciento de sus ganancias. La maestra responde que sí, aunque la mejor prostituta desespera por el teatro Bukkake. La voz de su conciencia replica: “¿Tú quisiste decir Kabuki?”. Bah, con los términos japoneses no se puede abrir los ojos. Papá anuncia que ha llegado el momento de abrir los regalos, así que la gritería desaparece por encanto. Los invitados se acercan pausadamente, secándose el sudor, formando un torpe círculo alrededor mío, para ver lo que contienen los envoltorios que abro. Rodrigo Zamorano tiene un mal gesto usando los listones arrebatados del moño como antifaz. Además, su regalo no me gustó mucho. Bah, un rompecabezas. Ni siquiera le giran los ojos con mi duro golpe sin aviso. Caramba, qué lástima, que lástima de dolor de cabeza. Mi regalo favorito fue el de Amanda Quiñones, porque era una lagartija roquera viva. El reptil brinca fuera de la caja y cruza la sala con paso decidido entre los festejantes hasta llegar al sofá cama y desaparecer detrás del mueble y los gritos. Mi segundo regalo favorito fue un estuche de bisutería de fantasía, conteniendo una buena cantidad de cristales rectangulares y breves, en colores rojos como los rubíes intensos, verdes como las esmeraldas, azules como los topacios, rosas como los charcos del suavizante para ropa. Leticia Espinoza me obsequió un pony de hule que permite peinar las crines para aprenderte de memoria una misma trenza. Muchos regalos son juguetes que ya poseo. Nada parecido a alguna alfombra mágica que me lleve a sobrevolar las tierras de Samarkanda. Sin embargo, la parte más divertida es el papel de los envoltorios, pues el papel produce una sensación felina al momento de desgarrarlo en mil pedazos. Mi maestra Elsa me regaló un reloj pulsera y yo le di las gracias, porque mis papas me pellizcaron de un brazo y dijeron: “¿Cómo se le dice a las personas que nos regalan figuras menores del sueño?”. No me obligaba a decir “gracias” en el intercambio de un beso. Mi hermano me regaló un pantalón de mezclilla, aunque yo imagino que el regalo más bien proviene de mis papás, por eso yo le di un beso, en lugar de reírme en su cara. La risa del payaso domina los demás ruidos. El payaso hace figuras de globos estilo Jugendstil que reparte entre los presentes. Tiene un nombre raro, Pepe Pepe, como si fuera la culpa de un volatinero tartamudo que lo bautizó, y habla como el tío Rubén, pide un aplauso para el amor y refiere su conocimiento sobre África al público que le escupe los caramelos chupados a los pies del par de zapatos fronterizos: Es verdad, soy un payaso, pero ¿Qué le voy a hacer? Piensen, ¿Cuántos niños africanos no han comido un payaso en su vida? Amanda lo corrige: Señor, no porque no puedan, sino porque saben chistoso. Anuncia un chiste, pero acaba quejándose entre dientes de tener un espectáculo exitoso en los cruceros, especialmente en el semáforo de Lafragua Y Díaz Mirón, al tiempo que no se explica qué diablos hace allí, poniendo su acto de malabares dentro de una pompa de jabón. Tenue, pero perverso. Y ya reía sin control. De pronto, tuvo una convulsión y cayó al piso. Se lo llevaron al hospital y lo pusieron en cuarentena. Dicen que muestra síntomas de courolfobia crónica. Paco de la Fuente confía a Leticia Espinoza que en su fiesta de cumpleaños tuvo un mago que saca interminables pañuelos de la manga y ayudó a desaparecer a su tía Irma con las palabras mágicas que le enseñó en escena. Leticia Espinoza presume de su fiesta de cumpleaños en que tuvo una subasta de obras de arte con piezas sumerias del año 3,300, anterior a la era cristiana. Yo escucho los susurros entre ellos y rompo a llorar, puesto que mi fiesta estaba muy simplona. Abuela dice que no tengo por qué llorar, que cuando tenga mis hijos ya entenderé el por qué los cumpleaños sirven para mantener vivo al niño que se lleva adentro, a menos que el ginecólogo anuncie gemelos. Papá pregunta: “¿Quién quiere pastel?”. Quién elige el camino de la tarta de merengue, no se equivoca nunca. El pastel tiene un palacio de azúcar como decoración y está relleno de ron, aunque el único alcohol permitido en la fiesta es desinfectante. La maestra Elsa pide una rebanada pequeña porque está a dieta, del mismo tamaño que las cinco primeras que se comió. La guerra de los pasteles aguarda la señal de soplar con saliva gorda el primer momento que las siete velitas hacen fuego. Todos los niños miran su plato y empiezan a llorar.
              Pensándolo bien, mi fiesta de siete años no fue muy feliz.
<p>             C’est fête d’anniversaire plus, nous mourrons bientôt.</p>
             La señora Escalera, la señora de la limpieza, asegura que tendré una fiesta muy bonita, que no haga caso de esa deprimente urgencia de herir sentimientos. Ella es capaz de darse cuenta que, dentro de los visualizadores de los electrodomésticos, en luces muy tenues, se puede leer la palabra “auxilio”, porque los aparatos tienen alma también. Entonces prodiga una palmadita en la cabeza porque, adquirido ese don de sanación en los muchos años de servicio, sabe trapear, sabe barrer y sabe arreglar el sueño descompuesto, de todas las veces que la plancha eléctrica entra en calor con el burro y se apaga.

No hay comentarios: