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domingo, 25 de diciembre de 2011

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Con amor y constancia llegamos a la edición veintiséis de nuestra Revista, en estos días de diciembre en los que, entre otros, se celebra un aniversario más de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Llegamos, además, con la satisfacción de concluir nuestro segundo año de vida felizmente y sabiendo que, de algún modo, hemos sido un espacio plural, universal como el espíritu de dicha Declaración. En ese espíritu universal tenemos, para esta edición, escritores tan reconocidos como el colombiano Ramón Illán Bacca o el japonés Haruki Murakami, quien ya ha aparecido en otras ediciones y quien, de nuevo, fue nominado al premio Nobel este año. Tendremos también escritores de México, Cuba y Argentina, así como, desde luego, escritores, poetas y ensayistas colombianos.
     Dejamos en sus manos esta nueva edición no sin desearles, por añadido, que el presente año termine con la tan anhelada paz y tranquilidad para cada uno de ustedes y con la esperanza de que el año venidero sea de gran progreso y florecimiento para todos, especialmente para nuestros escritores y artistas.
En abril de 2009 empezó su recorrido sin Julio una colección de documentos del escritor que estaban en lugares imprecisos. Allí está ahora, marca en un árbol de parque que pide quietud, entre un semáforo y un local de alquiler de bicicletas, un par de textos publicados en mayo y junio de 1975 en un periódico de la ciudad de México: “Un cronopio en México”. Ahora ya no había prisa por leerlos, no eran el libro nuevo, recién escrito. Y hoy, en la calculada quietud del fin de semana, aparecieron ante mí entre un bostezo y una patada al gato.
            Y me desperecé al ver, en el último renglón de la página 175 el zócalo de Veracruz. “So shine, shine, shoe-shine boy” (julio de 1970), frase que salió de Delhi para mostrarse en Madrid y quedarse quieta (páginas 167-170), a unos minutos de lectura del zócalo de Veracruz.
            Vemos, si queremos, la vieja catedral como nueva, pintada de blanco, quitadas las piezas que la oscurecían. Y mandaremos una nota a los herederos de Cortázar, para que traten de agregarla en una próxima reimpresión:
            “Evitando con la destreza que nos distingue los diversos mariachis que convergían bigotes en ristre hacia nuestra presunta mesa, acabamos por dar la vuelta a la plaza y fue entonces cuando vimos que la cúpula de la catedral estaba brillantemente iluminada.”
            Allí, a un lado del punto y las comillas, se verá, si el editor lo permite, un pequeño número que hará voltear la mirada al sótano de la página: 1. En noviembre de 2011 quitaron las maderas que cubrían la catedral y pudimos ver por primera vez sus paredes pintadas de blanco. Perdón, no creo que esa blancura sea durable o, como decía el abuelo de mis hijos, es un supositorio; restauradores como marcianos han emprendido una batalla contra el clima, humedad que devora paredes y que en tres meses deja lo blanco como obras de Tápies.
            Julio Cortázar se hace eco de una visita que haría la reina de Inglaterra, ignoro si ocurrió, que explica la urgencia del trabajo, los “tremendos proyectores”:
            “… encaramados en la cúpula, bomberos heroicos y nocturnos estaban lavando la catedral. Cascadas de detergente, escobillones activísimos, y todo eso en plena noche” (…) “señoras barriendo sus aceras como poseídas, empleados municipales lustrando los faroles de las calles, la limpieza cayendo sobre la ciudad como la peste en Tebas.”
            No hay pintura (salvo mejor opinión de Jaime Cazarín) que resista la humedad constante de Veracruz, una Atlántida que espera sumergirse dentro de no muchos meses.
            Sigue Julio con un recorrido por el hotel Mocambo, donde entiendo su cercanía con Jorge Ibargüengoitia. El hotel pasó a formar parte de las “más selectas pesadillas” del argentino, quien desarrolla un comentario festivo:
            “… yo pienso que algunos huéspedes que bajaron a la playa en la temporada anterior todavía están en camino hacia sus habitaciones, húmedos y consternados y con una cuenta terrible por pagar.”
            Y así, los marcianos que vio Cortázar en Oaxaca hablarán por sí mismos. No así la Coatlicue y el Tlaloc que se encontró el novelista, quizás inspiradores del hotel Camino Real:
            “Cuando un cronopio descubre que desde el lobby hasta su habitación hay que recorrer distancias que dejarían jadeando al vencedor de la maratón, comprende un poco mejor lo de Camino, pero maldito si le ve nada de Real.”
            Y, si no es mucho pedir, quizás pudiera agregarse un apéndice con párrafos de Justino Fernández, para paliar el “espanto frente al horror de Cuatlicue”, que es Coatlicue, y ya que le sobra “miedo histórico como para no gustarle ni medio la cara del poderoso Tlaloc”.
            “Lo primero que lleva su tiempo es reconocer que eso es una cara”.
            Y sí, eso es lo que se llevó Julio para sus pesadillas. Y más, porque en el caso de Coatlicue no es una cara: es una visión humana de una diosa, con más imaginación que otras culturas.
            Total, Cortázar fue a Mandinga, a Oaxaca, a Chiapas. Y yo lo vi en Coyoacán, no recuerdo en qué fecha, a unos cien metros de distancia, frente a una multitud de cronopios.

Julio Cortázar, Papeles inesperados. Alfaguara, México, 2009.