Veamos. Los jóvenes no saben qué leer. Cierta vez, una alumna me dijo que ella leía libros clásicos. Yo, feliz, imaginé que íbamos a platicar sobre algún griego o sobre algún oscuro texto latino. Nada de eso. Ella empezó a desconstruir Crepúsculo. ¡Bárbaro el problema!
En las librerías, como en las de Sanborns, uno puede encontrar a Carlos Pellicer o a Alfonso Reyes. ¿El precio? Escarbar entre los miles de volúmenes de superación personal y de administración que yacen sobre el pecho de los clásicos, que por cierto, siempre están más baratos que los que publica Gloria Trevi o algún administrador de la nada.
No entender lo que se lee por exceso o por falta de velocidad del pensamiento, como decía Pascal, es no saber leer. Leer es pensar, y actualmente pensar y discernir han sido dos actividades sustituidas por la acción pronta y por la corrección costosa. Leer a Dante o a Homero, gozar con Shakespeare o con Lope de Vega, se ha convertido en un lujo de las clases altas de nuestro país.
Para concluir, señalemos que leer un libro usado cuesta, a veces, la cuarta parte del salario mínimo. Un pueblo que no lee es un pueblo sordo, ciego y mudo, como dijo Sergio Pitol. Quien lee un libro se hace libre. Nuestros jóvenes están aburridos, son víctimas de lo que en francés se llama spleen. El día en el que a un joven mexicano se le aconseje “las lecturas buscad”, como en el poema Reír llorando, de Juan de Dios Peza, y nos conteste, “¡tanto he leído!”, ése día podremos empezar a pensar en otra solución para la decadencia de nuestro México. Mientras tanto, a leer.