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jueves, 22 de diciembre de 2011

BRINDIS POR GUTIÉRREZ NÁJERA


Las obras literarias generan actividades múltiples: notas periodísticas, estudios académicos, reseñas históricas, ensayos a partir de la compra-venta de libros. Entre los lectores se encuentran otros escritores, imitadores, burlones, y quienes escriben mejor que algunos autores famosos. Esta diversidad es lo que encuentran los investigadores y los coleccionistas. La vida común se vuelve rareza: el entrevistador del héroe del día no tiene tiempo para preguntar qué pasó antes. Y la dispersión es lo más natural en los bienes culturales, también las desapariciones. Un edificio abandonado se vuelve ruina frente a todos los transeúntes; un libro, desaparece sin más. Queda entonces la memoria del que vivió en otra época dejando algo escrito, que requiere a su vez de alguien que une las piezas. No es imposible que se pida la conservación de los bienes literarios, pues hoy se dispone de computadoras, almacenes de capacidad variable. Lo que falta es hacer las ligas, el link (eslabón, de cadena; vínculo, lazo, conexión). En la cultura que tuvo predominio de libros, la relación entre un tema y otro no era tan estrecha, podía haber varios metros entre un autor y otro. Lo que hacía el lector-bibliotecario era construir puentes: de Gutiérrez Nájera a González Martínez a Monterde a González Guerrero, por ejemplo, y hacía un paseo del siglo XIX al XXI casi tan rápido como una computadora, guiado por su memoria.
            En el tesoro que ofrece Internet hacen falta puentes, que no serían necesarios para quienes poseen mapas en su memoria: el erudito, el especialista, personas cuyo trabajo consiste en relacionar lo disperso, en el espacio y en el tiempo. Junto a ellos están los asombrados jóvenes, que no han recorrido ese camino, y los demás, quienes han vivido muy bien sin libros, sin puentes, sin preocupaciones.
            Para llegar a las reuniones de los años por venir hay que tener mapas. En el 2010 divulgamos documentos sobre la Academia de Letrán, visible origen de la literatura independiente, seguidos de un artículo de José Tomás de Cuéllar publicado en la revista Renacimiento.
            En el 2012 presentaremos un estudio acerca del inicio del siglo XX literario en México. Mientras, hemos publicado aquí, en estos días (ver entradas anteriores), parte de lo que hemos ido encontrando, como esto, que va de Gutiérrez Nájera a González Guerrero.

En enero de 1947, Francisco González Guerrero publicó una nota sobre el libro Cultura Mexicana. Aspectos literarios (Edit. Intercontinental, México, 1946), de Francisco Monterde. En el párrafo inicial está una queja que ha venido repitiéndose hasta nuestros días, sin que al parecer se pueda hablar de un cambio.

“La crítica literaria no ha contado en México con muchos cultivadores. Pocos literatos de valía han penetrado en su campo, y ellos –casi siempre– la han ejercido de manera accidental o en tránsito hacia algún género más adecuado a su capacidad creadora. No hemos tenido críticos verdaderamente profesionales sino apenas cuando se trata de juzgar la obra concluida y con perspectiva histórica, no cuando se quiere justipreciar la producción actual y todavía en desarrollo.”
            Un ejemplo contemporáneo es José Emilio Pacheco, que ha vivido cómodamente instalado entre escritores muertos, enmudecido ante su presente.
            El artículo de González Guerrero se encuentra en el volumen 286 de la colección SepSetentas, En torno a la literatura mexicana. Recenciones y ensayos (1976), con prólogo y recopilación de Pedro F. de Andrea, del cual se imprimieron diez mil ejemplares.
            Cito a continuación a Manuel Gutiérrez Nájera, del que hoy, 22 de diciembre, celebramos el 152 aniversario de su natalicio.

            “A menudo veo en los periódicos mexicanos críticas literarias, de lo que infiero que hay aquí muchos aficionados a tal género; mas debo confesar ingenuamente que entre todas esas críticas no he encontrado una sola que lo sea en realidad.”

            Año de publicación: 1889. La cita se encuentra en un boletín del Centro Mexicano de Escritores de 1983, en un ensayo de mi autoría vuelto a publicar en Alegre el marinero el año pasado (Conaculta-Ivec, Colección Bicentenario-Centenario). Al final de su artículo Gutiérrez Nájera acepta que en México sí hay críticos, que “están en casa, pero se niegan cuando va alguno a visitarlos”. Él pensaba que las personas capaces de ejercer la crítica no lo hacían por no buscarse “enemistades ni quebraderos de cabeza”: personas como “Altamirano, Riva Palacio, Justo Sierra, Peredo, Sosa, y muchos otros, pero no quieren porque no les conviene”. Es con esta actitud desenfadada que escribe la conocida broma que quiero repetir aquí:

“El señor Sosa quiso aplicar la crítica a los poetas muertos y la aplicó con mucho talento y mucha justicia a don Manuel Carpio… ¡Los conservadores se le fueron encima, como si hubiera robado un querubín de la crujía de Catedral!”

Y ya que estamos celebrando también los 140 años del nacimiento de Enrique González Martínez, releemos su discurso de recepción en la Academia Mexicana de la Lengua, del 20 de enero de 1932, hace ochenta años, en el que recupera la importancia de Agustín F. Cuenca, poeta que ubica en la segunda etapa del Romanticismo.

“Faltóle algo para llegar a las excelsitudes de la lírica: sus alas no eran lo bastante vigorosas para alcanzar cimas de vértigo; pero su arte era de buena ley, y esto lo distingue, con marca inconfundible, de todos los que hacían de la fecundidad desbordada y de la improvisación sin freno el objeto de su culto. Familiarizado con los primeros románticos franceses, admirador de Musset, a quien tradujo con encantadora discreción, espíritu fino y aristocrático, dueño de un verso puro y de una estrofa trabajada y limpia, Cuenca realizó una obra que parece de hoy por la elegancia y la distinción  naturales y por la emoción contenida y sobria. Le faltó vigor, ya lo dije, y no ejerció influencia; y si no hay fundamento para suponer que hayan sonado sus estrofas en el alma de algunos poetas que habían de ser más tarde orgullo de la lírica mexicana, sí lo hay para creer que su obra breve quedará como muestra de pudor artístico y como ejemplo de aislamiento fecundo.”
            Monterde también escribió sobre Cuenca, a quien llama “poeta de transición” (y dramaturgo, periodista, prosista; murió en 1884, a los 34 años de edad).
            En un ensayo de 1958, en el que estudia a Gutiérrez Nájera (op. cit. pp. 65-119), González Guerrero concluyó con un quién quita y pega:

“Varias veces se ha intentado honrar la memoria de Manuel Gutiérrez Nájera erigiéndole un monumento en la plazuela de Guardiola, sitio que armoniza con las estrofas bulevarderas a la Duquesa Job. La idea fue prohijada por la Revista Moderna, órgano del modernismo en México,* pero no llegó a realizarse. Hoy la ciudad le tiene dedicado un busto en la Calzada de los Poetas del Bosque de Chapultepec.”

*Crónica de Amado Nervo publicada con el título de “Un monumento a Gutiérrez Nájera”, en Algunos y en el primer tomo de Obras completas.

ANIVERSARIO DE MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA, 22 DE DICIEMBRE DE 1859

LABORIOSO PERIODISTA

Luis G. Urbina refiere que Gutiérrez Nájera era madrugador. (¿No confirma esta revelación el hecho de que anticipó la alborada en nuestras letras?) Llegaba a la redacción muy de mañana –los periódicos salían al atardecer–, y alegre, tarareando un trozo de música, pasaba la vista por artículos, obras y programas de espectáculos, en los que hallaría el tema de su crónica.
                Escribía, ajeno al barullo de las discusiones; llenaba cuartillas y cuartillas, aparentemente absorto en sus pensamientos; pero de cuando en cuando, siempre con oportunidad, brotaba de su boca, entre el humo del habano inseparable, el comentario sagaz, la frase breve –réplica de esgrimista–; y continuaba escribiendo.
                Al salir los primeros ejemplares del periódico, todavía sin doblar, húmeda la tinta, sus compañeros leían de preferencia el artículo de “El Duque Job”, y se maravillaban ante la elegancia de las frases, que había escrito esa misma mañana, con la sencillez de quien deja caer, al descuido –piedras preciosas–, los vocablos.

EL TESTIMONIO DE GAMBOA

El mismo Urbina habló del placer que producía ir con “El Duque Job”, en la noche, por calles tranquilas, oyéndole hablar de cosas gratas.
                Federico Gamboa –que lo vio por primera vez mientras aplaudía a una cantante de ópera, enguantadas las manos–, ha referido cómo iniciaron su trato, en La Libertad, donde Gutiérrez Nájera corregía las pruebas de su artículo, sin separar el habano de los labios, mientras afuera esperaba un coche alquilado horas antes. “El Duque” decía:
                –Cuando no tengo dinero, busco un coche y en seguida lo encuentro.
                Al regresar Gamboa de la América del Sur, Gutiérrez Nájera le pidió noticias pormenorizadas sobre la literatura de aquella región que le atraía particularmente y acerca de la cual procuraba hallarse muy bien enterado.
                Cuando supo de la fundación y prosperidad del Ateneo platense, de la inauguración de su edificio con salón de pintura y escultura, del funcionamiento simultáneo de nueve teatros de primer orden, repuso:
                –Viene usted impregnado de pampero, y una cosa así necesitamos por acá: un viento bueno y fuerte que nos saque la anemia.
                Al enumerar sus proyectos –entre ellos, la publicación de un libro en prosa, preparado y prometido siempre–, decía:
                Si yo pudiera hacer días de veintiocho horas siquiera, antes de seis meses publicaba un tomo.
Francisco Monterde, Cultura mexicana. Aspectos literarios. Editora Intercontinental, México, 1946.