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miércoles, 17 de diciembre de 2014

EL PRIMERO DE MAYO / RAFAEL DIEZ GARELLI


En el Veracruz de mi niñez, en los tempranos años 50 del siglo pasado, los días primero de mayo eran muy emocionantes, no porque sucedieran cosas extraordinarias  sino porque estaban revestidos de una atmósfera especial. En primer término, no había clases. Iniciaban así los días festivos del mes de mayo que se prolongaban con el 5, el 10 y el 15.
Pero lo principal es que no trabajaba ¡NADIE! porque la prohibición de laborar era rigurosa. No sólo los  comercios estaban obligados a cerrar  sino también los servicios, de tal manera que no había transporte público, ni cines ni restaurantes. Únicamente se permitían algunas corridas de los autobuses foráneos y las normales del ferrocarril (que entonces era el principal medio de transporte de pasajeros). Incluso se rumoraba que en algunas poblaciones, brigadas de sindicalistas recorrían las calles en busca de violadores de la prohibición a los que aplicaban castigos ejemplares mientras las autoridades se hacían de la vista gorda.
El 30 de abril ya era el día del niño, pero a lo más te daban un dulce o un refresco en la escuela al salir a recreo y la jornada continuaba como siempre. Pero al volver a casa se empezaba a sentir el ambiente especial porque los adultos hacían planes para el día siguiente.
Como el mercado no abriría, la noche anterior permanecía funcionando hasta las doce de la noche y aunque sólo sería por un día el cierre, las amas de casa lo invadían y hacían compras como si fuera a permanecer clausurado un mes.
Lo mismo sucedía con las tiendas, desde los ultramarinos de pretensiones (como La Sevillana, que estaba en la avenida Independencia) hasta el más humilde tendajón de cuadra, permanecían en funcionamiento hasta la sacramental medianoche, perfectamente surtidos y despachando a una clientela previsora de la escasez del día siguiente. Ni aún de “tapadillo” los comerciantes se atrevían a abrir.
Este trasiego de gente comerciando hasta altas horas de la noche era inusual y emocionante. Además, con la perspectiva del feriado, las familias prolongaban la tertulia nocturna de plática afuera de las casas en sillones, sillas y mecedoras y mientras los adultos platicaban los niños jugábamos en la calle.
El descanso total del día primero llevó a las familias a la decisión de que la mejor manera de afrontarlo era ir de excursión, para lo cual la familia extensa  (abuelos, tíos, primos, compadres, etc. entre más, mejor) alquilaba un autobús urbano (único día que no trabajaban, pero sí se les permitía las contrataciones privadas) para trasladarse desde muy temprano a las siguientes opciones:
La más favorecida era la de Medellín de Bravo para pasar el día a la orilla del río,  visitar las huertas y acarrear mangos, tantos que siempre acababan por pudrirse. Se llevaba un copioso cargamento de comida y bebida, sillas plegables, toldos, hamacas, hieleras y toda clase de adminículos (por si llegaran a ofrecerse) que más que una excursión parecía un migración del antiguo oeste. Dada la popularidad de  esta opción, Medellín llegó a ser insuficiente así que la gente acabó por desparramarse  desde El Tejar hasta Jamapa.
Los clasemedieros de pretensiones emprendían el viaje en auto hacia Puente Nacional; también temprano porque  sus iguales xalapeños hacían lo mismo y entonces había una carrera entre costeños y arribeños para ver quién copaba antes las instalaciones del balneario y empujaba a los otros a la incómoda ribera del río.
Los que andaban más cortos de recursos se dirigían a Mocambo y aunque la pasaran muy bien no hacían alarde de su excursión porque era  a un lugar habitual de los domingos.
Los más exóticos tomaban el tren mañanero hacia La Antigua o Atoyac, que eran paseos bonitos pero no se tenía la seguridad sobre la hora del regreso, pues la única forma de llegar ahí era un ferrocarril que no se caracterizaba por su puntualidad. Así que había familias que  regresaron de madrugada o tuvieron que pasar la noche en la estación.
Los muy audaces se trasladaban a sitios más lejanos como Alvarado o Tlacotalpan, pero no eran muchos lo que hacían esto.
Los menos favorecidos sólo iban a bañarse a las playas de Regatas, Villa del  Mar o playa Norte y volvían a casa  para comer.
Y al final de todo, había familias a las que sus escasos recursos o su falta de entusiasmo determinaba que no iban a ninguna parte, pero eso sí se reunían a comer en el patio de una casa, con montañas de antojitos y muchos cartones de cerveza.
Al caer la tarde, los viajeros de regreso saturaban las carreteras y el tráfico lento aumentaba las molestias de los indigestados, de los beodos y de los accidentados porque mínimo se regresaba con raspones en las extremidades.
Los que no habían salido procuraban recuperar algo de normalidad trasladando la reunión del patio a la banqueta y cortando el flujo de bebida, motivo más que suficiente para que los asistentes comenzaran a disgregarse.
Así que el día festivo terminaba muy temprano, con la gente agotada y llena de malestares. Casi nadie tenía ganas ni capacidad de cenar y sólo se comentaban brevemente los zafarranchos ocurridos en el desfile obrero (multitudinario, obligatorio bajo amenaza de descuento y presidido por las autoridades) y de los accidentes carreteros (también infaltables, porque hasta los choferes le entraban a la bebida).
Con el transcurso de los años se fueron aflojando las restricciones y las familias fueron ganando en recursos económicos y en sofisticación.
Se permitió que los servicios funcionaran (en cuanto concluía el sacrosanto desfile obrero); después que lo hicieran los comercios y  finalmente el que quisiera, con la salvedad que había que pagar al triple el salario de los trabajadores, lo que sigue siendo un gran incentivo para que muchos patrones prefieran festejar el día del trabajo.

Las opciones del feriado murieron por su sencillez y obviedad. Primeramente fueron calificadas de aburridas y  la adjetivación fue progresando hasta que finalmente el epíteto “nacas” les dio el tiro de gracia. Y el emocionante primero de mayo, pasó a ser una fecha más al desaparecer el ritual solemne y festivo que lo caracterizaba.