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jueves, 10 de mayo de 2012

EL PLACER DE LA LECTURA / RAFAEL MARTÍN

Posted: 09 May 2012 12:37 PM PDT

Un reloj de oro, recuerdo de familia, es la posesión más preciada de la señora Lafleur, viuda y portera de un inmueble de Montmartre. Objeto codiciado por su cuñado, vendido por sus hijos, robado por unos delincuentes, y que siempre se empeña en regresar a su dueña, es, con sus idas y venidas, la excusa para acercarnos a un elenco de personajes que, aparentemente dispares por su extracción, son sin embargo iguales en su naturaleza.
          La calle Gabrielle, donde se encuentra el inmueble, fue también lugar de residencia de Max Jacob (Quimper, Bretaña, 1876 – Campo de Concentración de Drancy, 1944), miembro conspicuo de la bohemia parisiense, amigo de Apollinaire, Modigliani, Gris, Braque o Picasso, con el que compartió piso durante cinco años. Practicante del ‘cubismo literario’, participó además, junto a los futuros surrealistas, en la creación de la revista Littérature, lo cual no le eximiría de acabar, como su amigo Cocteau y tantos otros, en la lista negra de Breton. Y a pesar de sus comienzos dadaístas con El cubilete de dados (1917), de su pasado vanguardista solo quedan en Filibuth o el reloj de oro (1923) algunos aciertos formales, como la mínima presencia de un narrador que prefiere dejar a los personajes todo el espacio para sus excesos verbales, sus moralizantes discursos, sus atropellados diálogos o sus cartas y diarios.

Odon-Cygne-Dur, el vecino que escribe cartas a Jacob, viene a ser en realidad un trasunto del propio autor: considerándose contaminado por la ciudad y sus habitantes, y descubriendo en los defectos de su portera los suyos propios, opta por un retiro espiritual y por una exaltada conversión que acaba por hacerle comprender que todos tenemos dentro una ‘señora Lafleur’ de la que liberarnos por la fe.
          De igual forma, Jacob acabó convirtiéndose al catolicismo después de asegurar haber tenido visiones de Cristo y no prestar atención a aquellos que le recordaban su excesiva afición al éter. Conseguía así salvarse de su parte ‘Lafleur’, sublimar las tendencias homosexuales que, junto a su extracción judía, tantos problemas le causaron. Y sin embargo, en la fundamentalista exposición de Dur se cuelan también ciertas ambiguas referencias a un joven seminarista llegado a su retiro.

Como ambiguas son también las relaciones del teniente de navío Lemercier, portador del reloj hasta Japón, con su ayudante o boy, personaje aquel que ante el recurrente uso de términos marineros en su discurso, se disculpa por “la configuración brumosa de mis metáforas y su aparejo”, aduciendo que desde que sufrió cierta afección africana “el gobernalle va a la deriva”. Y es la hermana de Lemercier quien le regala el reloj después de recibirlo de su admirador Cecco Baldo, risible conquistador y responsable de la participación de la joya en una sesión de hipnotismo a su divertido paso por Venecia.
          Acumulación, pues, de personajes y aventuras, acompañados por un discurso moralizante al que el propio autor permite hacer aguas, y sostenido por un lenguaje que resulta exquisito mientras no se ve lastrado por una expresión un tanto atropellada y excesivamente elíptica que, a veces, puede entorpecer la narración.

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