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miércoles, 25 de enero de 2012

RESPIRACIÓN BAJO MAR / LUIS GERARDO PULIDO

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En una clase de ciencias naturales descubrí que saber algo, en ocasiones, es doloroso, decepcionante. Se hacían carteles de cuidar los arboles, cada quien con la cartulina manchada con dibujos imprecisos de arboles de copa verde y tronco café (uno o dos entusiastas ponían manzanas carmín en su representación), y en algún lugar del blanco panorama, con letra grande, los mensajes, finalidad última de la tarea escolar: “no cortes los arboles” decían unos, “las plantas también sienten”, puso Rosaura, “gracias a ellos podemos respirar”, escribió el Manuelito, el niño que en ocasiones se echaba a llorar en clase porque se había echo pipí. La frase escrita con plumón anaranjado no me sorprendió, no obstante la mis Ivete pareció fascinada, después de elogiar al meón, se descosió en una larga explicación sobre el dióxido de carbono que exhalamos, desecho que las plantas utilizaban para convertirlo nuevamente en oxígeno, formando así un ciclo infinito. La explicación me supo a algo ya conocido, tal vez lo sabía de antes, no obstante había quedado en mi conciencia la semilla de la decepción. Durante un tiempo pensaba en la rapidez con la que convertía oxígeno en dióxido de carbono, entra algo y sale ya diferente, increíble, pensaba. Normalmente las cosas llevan tiempo en convertirse en otras, pero mi cuerpo era una maquinilla que convertía algo en otra cosa instantáneamente. El tema me seguía rondando, incluso con Teo, mi vecino de enfrente y mejor amigo, un niño tan imaginativo como yo, discutíamos el siguiente problema: ¿Si fuéramos los dos en una nave espacial, cuántos arboles necesitaríamos para convertir nuestra dioxina de carbono en oxígeno y seguir respirando? De alguna manera hicimos cálculos mentales y llegamos a la conclusión, inequívoca por supuesto, de que bastaba un árbol para los dos, pero que fuera de hoja grande, algo así como el árbol de aguacatillo que tenía Teo en su patio de enfrente.
Ya en la noche, recostado y viendo el techo oscuro, evocando lo de la nave espacial, recordé sin proponérmelo aquella imagen del submarino donde siempre estábamos yo y Tania, y entre pensamientos, sucedió la desgracia. ¡No es posible! ¿Cómo no me di cuenta antes?, el plan, el más perfecto de los planes que había hecho. Era imposible, de algún modo caí en cuenta que al jalar aire y soplarlo a la boca de Tania no resolvería el problema, no sería el valioso oxigeno lo que le echaría, sería el tibio, inútil, asqueroso dióxido de carbono que a ella no le serviría de nada a menos que fuera, no sé, una hoja de chayote, entonces comprendí que si el protagonista había decidido ponerse el traje blanco y nadar hacia la base en lugar de compartir el aire boca a boca con la mujer, no fue que no se le ocurriera, tal vez le había pasado por la mente pero supo al momento que era una tontería, sería estúpido pensar que eso funcionaria.
Durante horas no pude dormir, tenía una honda tristeza que en un principio atribuía al haber descubierto que tu mejor y más grande idea había sido un chasco, una pendejada; sin embargo, con el sonido externo del silbato del velador, supe el origen real de mi tristeza. En el fondo, la depresión que me oprimía el pecho y los ánimos tenían que ver con el estrepitoso derrumbe de mis ilusiones, se había esfumado el único plan que hacía posible besar a Tania, las esperanzas declinaban, sin esto no existía la opción de reducir el espacio entre los dos a cero, de inclinar de costado un poco la cabeza para no chocar con la nariz y pegar la boca entreabierta a la de ella y sentirla, saborearla, descubrir el sabor de sus dientotes. ¿Serian de Frutsi de uva o de paleta de manita? Saqué del cajón el lápiz con goma, símbolo de Tania y de su amor, lo aventé bajo el ropero sabiendo que el tiempo haría que el lápiz desapareciera definitivamente, como pasaría con Tania. Me recosté tapándome por completo con las cobijas, abracé una almohada, la besé, pensé que eso era todo lo que podría abrazar y besar en mi vida.
La mañana siguiente noté que  Tania llevaba en la trenza listones verde, blanco y rojo, su cabello ya festejaba la independencia aunque septiembre hubiera comenzado apenas hace cuatro días. Sus calcetas azules casi a las rodillas y su falda casi a las calcetas dejaban ver apenas que en ambas rodillas había una costra. Se debió de haber caído de los patines, pensé. Se sentó en su lugar, fingí que buscaba algo en la mochila para voltear a verla, ella me estaba viendo y me sonrió enseñando el par de dientotes que tanto amaba, desvié la vista, no respondí la sonrisa, no tenía caso pues mi esperanza había muerto, yo sabía que la había perdido para siempre.
Tiempo después, cuando entré a cuarto y descubrí que Tania ya no estaría más en el salón, me volví a hacer esa vieja pregunta: ¿Qué haría si Tania y yo estuviéramos en un submarino averiado con solo un traje de buzo (de casco) y por razones de vida o muerte tuviésemos que llegar a una base en el fondo del océano? Primero supuse que repetiría la hazaña heroica del protagonista de aquella película. Pensando un poco, decidí que no, sería mejor abrazar a Tania, inclinar la cabeza un poco hacia el costado para poder unir nuestras bocas sin que choque la nariz, saborear sus dientotes de Frutsi de uva o paleta de manita y dar un salto al agua, ¡squash!, y morirnos los dos en ese beso. Ojalá algún día vuelva a amar como amé a Tania. 

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