Lo que hacen y dejan
de hacer los gobiernos mexicanos es mucho y poco, además, ocultan y dicen lo
que no es, exageran y no cumplen, tienen miedo y fracasan sin remedio ¿cada
seis años? —con constancia—, frente a las multitudes que los miran, de cerca y
de lejos. Esta es una conclusión a la que se llega con la lectura del libro de
Sara Sefchovich, País de mentiras
(2008, 2ª. reimpr. ampliada 2013), título impreciso, como decir “me divertí
como enano”. Agrego que, a pesar de todo, algo han hecho, algo va quedando de
lo que hacen.
En
el acercamiento que hace al tema “cultura” (diez páginas de 434 de letra
pequeña –el libro tiene setenta páginas de notas–, de la 204 a la 214), los
historiadores coincidirán con la autora en que, en los años recientes, cuatro
periodos de seis años, ha habido un desencuentro grave entre lo que está disponible,
la oferta que hacen los gobernantes y los consumidores, y reconocerán que ha
habido encuentros felices por sectores y en cantidades reducidas, lo que
debería llevarnos a averiguar lo invertido en exhibiciones, conciertos,
educación artística y muchas más actividades, para enojarnos por lo costoso que
han sido. Lo peor es que la mayor parte de esta problemática, de políticas e
inversiones en infraestructura y mantenimiento, es ajena al arte, a los
artistas en sentido estricto, y al cultivo de sus propias tradiciones, que provienen
de muy diferentes sitios, con muy diversos dineros disponibles. La mayoría
tiene que pedir “frías”.
Hubo
un tiempo, hace ochenta años, poco más, en que parecía justificada la
intervención del Estado en asuntos artísticos, en un país que salía de una
guerra y que podía cambiar. Lo que siguió es que los gobernantes que ha habido
toman posesión, le rinden tributo a lo instituido y luego desaparecen de la
vida pública. No pueden concebir que hayan sido más humanos sus antecesores.
Los gobernantes van a hacer lo que puedan, atenderán emergencias y tendrán
ocurrencias —como levantar una torre inútil en Paseo de la Reforma—, y seguirán
viviendo equivocados, desatinados. Sobre lo instituido se acostumbraron a
imponer “cosas nuevas” en espera que fueran mejores que las ya hechas, bien o
mal, cuando seguía de lado la realidad, palabra equívoca para nombrar todo lo
que hace al margen de las “cosas nuevas oficiales”.
ARTE
En México vemos
películas de Estados Unidos o telenovelas; en ambos casos no tenemos
información para discernir por qué sí o por qué no ver una opción u otra, de
manera que la oferta queda reducida a una: frente al cine y la televisión elegimos
lo que haya. No sabemos estar en dos sitios ni ver dos canales al mismo tiempo,
así que alternamos una mala película en cine el fin de semana, varias malas
películas en televisión los demás días y uno que otro programa, cada vez menos.
La
política de diversos gobiernos ha implicado terceros canales, televisión
pública no muy bien vista: ¿quién puede partirse en tres? Lo que ocurre es que
ha habido espacios vacíos que fueron ocupados por buenos negociantes de Estados
Unidos. (Recuerdo postales: actrices de cine de EU a la venta en las papelerías,
donde no estaban Dolores, ni María, etc.) Aun espacios ocupados en revistas
femeninas, antes y ahora, entre anuncios y fotos de ropa de temporada, que se
muestran simpáticos con noticias de qué hacen y dejan de hacer las estrellas de
Hollywood.
Los
responsables de las políticas culturales están impedidos de ofrecer soluciones
audaces porque su autoridad es muy marginal, son más bien inspectores pasivos y
no ejecutivos admirables. Y no son empresarios. ¿Qué gobernante le va pedir a
los dueños de canales de TV que pasen o no una película, que incluyan un nuevo
documental importante, pero aburrido, y no una película en blanco y negro de
hace medio siglo?
Son
efectos del mercado libre. Concluyeron que tendrían un canal, lo tuvieron y lo
vendieron. Que tendría que fundarse un canal cultural. Lo hicieron. No son
competencia. Igual no lo fue años atrás el canal del IPN, no lo es el de la
UNAM, tampoco el del gobierno de Veracruz, que los suscritos a la empresa Sky
no vemos en el plan básico.
Creo que lo primero
que deberían hacer los especialistas es separar cultura y arte. La cultura está
en las casas, en las escuelas y en las calles. Sin remedio. Dos adolescentes
platican en un restaurante y hablan igual que los mexicanos de clase media alta
que eran adolescentes estudiantes hace veinte años en la misma ciudad. Y lo
mejor, sus opiniones son algo conocido; no se les ocurre hablar de los jóvenes
chinos, por decir, lo afirmo sin saber si los chinos (o los hoy activos
coreanos con música en el aire) tratan los temas de su vida personal como lo
hacen los mexicanos. Una investigación sociológica revelaría que, a pesar del
mercado invadido por Estados Unidos, seguimos pensamos y vemos la vida de una
manera propia y que en gran parte todavía es inédita.
Unir educación y
cultura en oficinas de gobierno es inútil, igual que decir turismo y cultura.
Los especialistas podrían encargarse de elaborar documentos a favor de que
desaparezca esa palabra, reconsiderar el nombre de, por ejemplo, la
Subdirección de Educación e Investigación Artística, que está en ¿Conaculta,
Inba? (¿Así se vuelven empleados los artistas? ¿Son teóricos los que trabajan
allí? ¿Qué investigan?)
En
los años treinta, con la denominación de Bellas Artes, el INBA, los fundadores estuvieron
mejor orientados, aunque... Era un instituto, bien; nacional, mal (era difícil atender
el país completo y nunca han podido hacerlo); que administraría dinero, como
fuera, siempre escaso; para las artes bellas, malo, porque hay arte “horrible”
(o no; hay que recordar a los que dijeron que las figuras de Orozco eran
“monigotes”; estaban equivocados pero dieron quehacer. Releer a Umberto Eco).
Una
vez eliminado ese problema (basta con decir educación, palabra abarcadora que
alude a una gran Secretaría, con la que tienen para entretenerse, con dos
sindicatos que van a la zaga de los tiempos, y hablar de política cultural es
enojoso, es difícil encontrar coincidencias entre los cientos de empleados de
antes y hoy, sin voz ni voto quienes no tienen un proyecto propio que tenga que
ver con ¿cultura?, ¿arte?), y ver si pueden aumentar el tiempo dedicado a la enseñanza
artística (sobre todo para formar consumidores, no todos serán artistas)
desentendernos de qué hace la gente, si ve televisión plagada de anuncios
mientras sigue cuidando sus tradiciones, aunque desconozca sus orígenes y
significados históricos (preguntar en el Inah), porque siempre tendrá una razón
para sus celebraciones, lo que no le pasa con la TV o el cine, que es un mundo
aparte, ficticio, como es comprensible, o irreal en sus programas de “noticias”.
Y seguiremos sin entender los criterios de las tiendas de telas, sin saber los
nombres de los diseñadores de… Lo que me hace pensar en la Escuela de Diseño,
donde se puede aprender diseño de muebles, de objetos, de textiles. Y hay que
considerar gastronomía junto con cerámica, ebanistería, esmaltes, estampado,
joyería, orfebrería, metales, vitrales… En definitiva, esto es educativo. Son
oficios, algo podrá ser arte.
Quedará
entonces descubierto el asunto principal que por las páginas de Sefchovich
sobrevuela, la administración del arte (dinero público aplicado ¿con mentiras?).
Los gobiernos tienen instalaciones que cuidar, escuelas que mantener, concursos
y premios que promover. Y se va el dinero. Lo esencial, creo yo, es que haya un
banco para artistas y no un productor de espectáculos (fallidos, ya lo dije,
como los de la televisión llamada cultural, con pobreza para hacer más
atractivas sus emisiones —estoy pensando en el programa Noticias 22, que medio
informa de lo que se hace en el país—, canales que llenan su horario con
materiales importados). A menudo están dedicados a coordinar a quienes solicitan
en préstamo o alquiler sus instalaciones. Un banco haría que lo invertido por
los gobiernos en arte fuera recuperable, pues la evaluación de los riesgos de
inversión habría sido realizada por profesionales, no por artistas. Y quizás
pueda disponerse de una cartera de fondos perdidos, para apoyar a quienes sabemos
que van perder dinero, por no ser bello su arte, para que no protesten, para
que tengan su fiestecita.
En
el país que ahora somos, ¿cómo atraer al consumidor de arte? Por medios educativos,
primero, y por medios publicitarios después. Hay que tomar en cuenta que la
gente prefiere asistir a sus propias fiestas y a espectáculos “seguros”, con
actores conocidos, por ejemplo, músicos de fama internacional a quienes no
podrían dejar de ver, según dicen. El arte es otro mundo y no es para todo
mundo.
En el tema de la
literatura los gobernantes suelen perderse. Las bibliotecas son responsabilidad
del sector educativo, ¿promueven los nuevos libros que reciben? Los libros son
negocio (no siempre) de editores privados, independientes siempre, a menos que
hagan convenios con los gobernantes. (Los libros de texto “oficiales” hasta en
el nombre fallan, son libros escolares y son parte del costal educativo.) El
arte debe enfrentarse a sus pérdidas y ganancias, igual que abrir una taquería
o construir un hotel. Igual que abrir canales de televisión para que haya
competidores.
Parte
del lío es que algunos gobernantes no saben que la literatura es un arte.
Entonces el Inba agregó a su nombre “y Literatura” y algo ha hecho (recuerdo la
Semana de Bellas Artes, a cargo de un
novelista que prefirió irse a trabajar a Estados Unidos; se incluía en los
periódicos habituales). Una novela es tan bella como un cuadro. Pero, si el
afán es ayudar (podemos ignorar sus motivos), que sigan haciendo concursos para
repartir dinero. Sería preferible que no invadieran el terreno de los editores,
a pesar de la excepción que puede ser el Fondo de Cultura Económica, aunque desconozcamos
las cifras de lo invertido y lo recuperado: ¿ha sido un buen negocio para los
gobiernos?
Por
último, ¿quién lee y quién no? ¿Por qué? ¿Por falta de educación, por falta de
dinero, por falta de libros, de librerías? La falta de lectores puede deberse a
esta época, que no favorece la lectura —si estamos en el cine y frente a la TV—.
Como sea, es una enfermedad que rebasa las fronteras y todo el mundo tiene el
reto de conservar y aumentar la lectura: ¿leer en una tablet da la sensación de que no estás traicionanado a la TV? Además,
en México no hay libros de otros países y no hay libros mexicanos en otros
países. El mercado de las películas está dominado por Estados Unidos (“las
distribuidoras transnacionales controlan el 80% del mercado mexicano, con lo
que obtienen las mejores fechas (y salas) para los productos estadounidenses y
dejan las peores para las cintas mexicanas, razón por la cual éstas no alcanzan
a recuperar su inversión”, reclama Sefchovich, pp. 207-208 ). El de los libros está
dominado por España. Y está el peligro de empresas como Amazon (ver lo que está
ocurriendo en Francia). Los autores mexicanos que no han probado el papel se
están dirigiéndose a Internet y son ahora editores.
En
esto, los gobiernos están totalmente limitados y así están bien. Pueden revisar
las tarifas, inspeccionar el estado de las instalaciones donde habrá gente (no
sólo teatros, también salones de fiestas); no hacer películas, pero financiar a
los productores, seguir ahorrando el pago de los enormes aparatos de publicidad,
distribución, exhibición que usa Estados Unidos.
Los
gobiernos no son exitosos en la publicación de libros (son paternalistas en algunas
colecciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) ¿Ah, si
tuviéramos cifras: costo de producción, lugares y tiempos de venta, regalías a
los autores, beneficios a los libreros. Pago de bodegas. No. No. No. El tema de
la literatura es difícil, a menos que eliminemos el diabólico invento de
Gutenberg y digamos: vendo el único ejemplar de mi novela en 30 mil pesos, lo que
un coleccionista pagaría por un cuadro. Esta novela podría prestarse para su exhibición
en bienales internacionales. La literatura es arte y no debe regalarse en las
estaciones del Metro del D.F., ni prestarse en taxis, dejaríamos de reclamar a
los amigos que devuelvan los ejemplares “prestados”. No, amigo, te lo vendo. Y
las salas de lectura que usen libros de segunda mano.
Y
falta decir algo de música, danza, teatro, ¡arquitectura!
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