En el Veracruz de mi niñez, en los tempranos
años 50 del siglo pasado, los días primero de mayo eran muy emocionantes, no
porque sucedieran cosas extraordinarias
sino porque estaban revestidos de una atmósfera especial. En primer
término, no había clases. Iniciaban así los días festivos del mes de mayo que
se prolongaban con el 5, el 10 y el 15.
Pero lo principal es que no trabajaba ¡NADIE!
porque la prohibición de laborar era rigurosa. No sólo los comercios estaban obligados a cerrar sino también los servicios, de tal manera que
no había transporte público, ni cines ni restaurantes. Únicamente se permitían
algunas corridas de los autobuses foráneos y las normales del ferrocarril (que
entonces era el principal medio de transporte de pasajeros). Incluso se
rumoraba que en algunas poblaciones, brigadas de sindicalistas recorrían las
calles en busca de violadores de la prohibición a los que aplicaban castigos
ejemplares mientras las autoridades se hacían de la vista gorda.
El 30 de abril ya era el día del niño, pero
a lo más te daban un dulce o un refresco en la escuela al salir a recreo y la
jornada continuaba como siempre. Pero al volver a casa se empezaba a sentir el ambiente
especial porque los adultos hacían planes para el día siguiente.
Como el mercado no abriría, la noche
anterior permanecía funcionando hasta las doce de la noche y aunque sólo sería
por un día el cierre, las amas de casa lo invadían y hacían compras como si
fuera a permanecer clausurado un mes.
Lo mismo sucedía con las tiendas, desde los
ultramarinos de pretensiones (como La Sevillana, que estaba en la avenida Independencia)
hasta el más humilde tendajón de cuadra, permanecían en funcionamiento hasta la
sacramental medianoche, perfectamente surtidos y despachando a una clientela
previsora de la escasez del día siguiente. Ni aún de “tapadillo” los
comerciantes se atrevían a abrir.
Este trasiego de gente comerciando hasta
altas horas de la noche era inusual y emocionante. Además, con la perspectiva
del feriado, las familias prolongaban la tertulia nocturna de plática afuera de
las casas en sillones, sillas y mecedoras y mientras los adultos platicaban los
niños jugábamos en la calle.
El descanso total del día primero llevó a
las familias a la decisión de que la mejor manera de afrontarlo era ir de
excursión, para lo cual la familia extensa
(abuelos, tíos, primos, compadres, etc. entre más, mejor) alquilaba un
autobús urbano (único día que no trabajaban, pero sí se les permitía las contrataciones
privadas) para trasladarse desde muy temprano a las siguientes opciones:
La más favorecida
era la de Medellín de Bravo para pasar el día a la orilla del río, visitar las huertas y acarrear mangos, tantos
que siempre acababan por pudrirse. Se llevaba un copioso cargamento de comida y
bebida, sillas plegables, toldos, hamacas, hieleras y toda clase de adminículos
(por si llegaran a ofrecerse) que más que una excursión parecía un migración
del antiguo oeste. Dada la popularidad de
esta opción, Medellín llegó a ser insuficiente así que la gente acabó
por desparramarse desde El Tejar hasta Jamapa.
Los clasemedieros de
pretensiones emprendían el viaje en auto hacia Puente Nacional; también
temprano porque sus iguales xalapeños
hacían lo mismo y entonces había una carrera entre costeños y arribeños para
ver quién copaba antes las instalaciones del balneario y empujaba a los otros a
la incómoda ribera del río.
Los que andaban más
cortos de recursos se dirigían a Mocambo y aunque la pasaran muy bien no hacían
alarde de su excursión porque era a un
lugar habitual de los domingos.
Los más exóticos tomaban
el tren mañanero hacia La Antigua o Atoyac, que eran paseos bonitos pero no se
tenía la seguridad sobre la hora del regreso, pues la única forma de llegar ahí
era un ferrocarril que no se caracterizaba por su puntualidad. Así que había
familias que regresaron de madrugada o
tuvieron que pasar la noche en la estación.
Los muy audaces se
trasladaban a sitios más lejanos como Alvarado o Tlacotalpan, pero no eran
muchos lo que hacían esto.
Los menos
favorecidos sólo iban a bañarse a las playas de Regatas, Villa del Mar o playa Norte y volvían a casa para comer.
Y al final de todo,
había familias a las que sus escasos recursos o su falta de entusiasmo
determinaba que no iban a ninguna parte, pero eso sí se reunían a comer en el
patio de una casa, con montañas de antojitos y muchos cartones de cerveza.
Al caer la tarde, los viajeros de regreso
saturaban las carreteras y el tráfico lento aumentaba las molestias de los
indigestados, de los beodos y de los accidentados porque mínimo se regresaba
con raspones en las extremidades.
Los que no habían salido procuraban
recuperar algo de normalidad trasladando la reunión del patio a la banqueta y
cortando el flujo de bebida, motivo más que suficiente para que los asistentes
comenzaran a disgregarse.
Así que el día festivo terminaba muy
temprano, con la gente agotada y llena de malestares. Casi nadie tenía ganas ni
capacidad de cenar y sólo se comentaban brevemente los zafarranchos ocurridos
en el desfile obrero (multitudinario, obligatorio bajo amenaza de descuento y
presidido por las autoridades) y de los accidentes carreteros (también
infaltables, porque hasta los choferes le entraban a la bebida).
Con el transcurso de los años se fueron
aflojando las restricciones y las familias fueron ganando en recursos
económicos y en sofisticación.
Se permitió que los servicios funcionaran
(en cuanto concluía el sacrosanto desfile obrero); después que lo hicieran los
comercios y finalmente el que quisiera,
con la salvedad que había que pagar al triple el salario de los trabajadores,
lo que sigue siendo un gran incentivo para que muchos patrones prefieran
festejar el día del trabajo.
Las opciones del feriado murieron por su
sencillez y obviedad. Primeramente fueron calificadas de aburridas y la adjetivación fue progresando hasta que
finalmente el epíteto “nacas” les dio el tiro de gracia. Y el emocionante primero
de mayo, pasó a ser una fecha más al desaparecer el ritual solemne y festivo
que lo caracterizaba.