CAPÍTULO I
Se escribió mucho sobre la muerte de la novela y nadie
preguntó por su cadáver, por su tumba o nicho. Los periodistas, o novelistas
desencantados que consiguieron trabajo en publicaciones que hacían mercado con
noticias de política y administración pública, vieron un espacio antes que
nadie. Cerraron funerarias y panteones y presentaron nuevas novelas que
apagaron los sollozos y cubrieron las historias alarmistas. Fueron soltando la
publicidad de libros electrónicos y pagaron reseñas que celebraban formas de
escribir cuya economía les aseguraba juventud y un público confiado. Apareció
entonces un género que ellos mismos procrearon y que dejaron a un lado:
entrevistas, fotos, planes para futuros libros, premios, llenaron horas de
lectura y más libros sobre los libros. Algunos se volvieron profesionales del
teatro de la novela. Buscaban escenarios para posar, preparaban respuestas que
dejaban mucho que desear, porque los reporteros transcribían sus entrevistas
sin percibir que, debajo del nombre del autor, no había gran cosa, no más que
generalidades sobre las vetas donde habían encontrado, afortunados siervos de
la vida, los asuntos y personajes que les mostraba complacientes en sus
derroteros. Denunciaban pobrezas y fallos de los gobiernos, para a continuación
mostrar los tesoros que estaban por mostrar a la luz del día. Y así llegaban al
momento de su propia muerte, sin nada de qué arrepentirse y sin nada que decir
para evitar que sus sucesores se perdieran en los túneles de la soberbia.
Existo, luego aplaudan. Esas eran las últimas palabras que decían o que oían
decir en sus últimos momentos. Morían sin preocuparse por los que antes que
ellos habían muerto asfixiados por el polvo del olvido. Si en sus paseos por el
más allá se encontraban a un escritor del siglo xix, lo saludarían y seguirían
de largo como se hace con cualquier viejo vecino cuya amistad no nos interesa.
Y sí, saludarían sin saber que les contestaban con la misma indiferencia. Un
muerto más en la vía muerta.