Estaba sentado en la barda de una terracita
cubierta de pasto que adornaba una agencia de autos usados. Muy gordo,
campechano; tenía el mentón apoyado en el piolet y miraba sosegado a lo lejos.
Como no podía orientarme, le pregunté:
—¿Dígame, por aquí
voy bien para la Alameda ?
—Siga por esta calle
y al dar vuelta, tres esquinas más adelante, la va a encontrar —contestó.
Cuando hablaba, pude
ver sus facciones de niño grande. Mofletudo y de mirar algo candoroso. Me
agradó su aspecto apacible y no resistí el impulso de entablar conversación:
—¿Va usted de
excursión? —le pregunté al ver su mochila, las botas toscas y el pañuelo que
ceñía su cabeza.
—Estoy esperando a
los compañeros, vienen en peregrinación con el fuego que encendieron en el mero
volcán: en el Citlaltépetl. Lo vamos a depositar a los pies de la virgencita —sin
reticencia siguió contando—. Son muchos los que acompañan al pebetero
cuidándolo con esmero, y aún mantienen encendidas las farolas que mal
iluminaron su andar nocturno por los vericuetos de la sierra. Traen también
ramos de flores de color pajizo que son como cardos muertos, duros, tan raros
que sólo se dan en esas alturas. Todos los compas arrastran el cansancio de
muchas horas de caminar por veredas de la montaña, bajo el cielo de la
amanecida y bregando con la desabridez de la desvelada, pero todavía deben
atravesar la ciudad para llegar al templo.
No había problema con el tiempo, se gasta lo
mismo de él al pasear, que al conversar. Animado quise saber:
—¿Ha ido muchas veces
al volcán?
—¡Imagínese!
Cuando tenía veinticinco años fui por primera vez; ahora tengo cuarenta y dos.
—Esa pregunta terminó de abrir la válvula de su elocuencia.— Estar allá es
conocer lo grande. Sólo que siempre hay que subir con buen tiempo porque la
osadía y la inexperiencia son peligrosas. Déjeme contarle —dijo, como si
hubiera tratado de interrumpirlo—. Después de la primera ascensión, comencé a
sentir, a verlo de otro modo... Un día viajaba de regreso de la costa y
entonces lo vi, imponente cerraba el horizonte encaramado en el trono de sus
contrafuertes y una capa de nubes, suspensa muy arriba de la línea de nieve lo
ensombrecía, en tanto el sol brillaba intensamente en el valle y el cálido
viento sureño soplaba a ráfagas violentas. Salvo ese toldo nuboso, el cielo
despejado acentuaba su mole. Era tan insinuante que me hizo evocar su música:
los cornos, timbales y platillos de la tempestad; las flautas del céfiro y el
piano del deshielo. Pero también lo he visto desde el mar, al atardecer,
recostado en el crepúsculo dibujando su silueta de su cono contra los fulgores
bermejos. Y en las alturas llanas de su base, ir de la oscuridad a la luz
plena, jugando a las pinceladas con la gama del espectro mientras tiñe grises y
blancos: de azules pálidos, púrpuras leves, naranjas y amarillos que al
final se difuminan. Lo he contemplado
albo desde el cráter hasta sus bosques, y por meses, lastimoso en su desnudez,
conservando apenas la roca del ápice con su corona gélida. Entonces, sus
declives parecen más pronunciados, los riscos más grandes, los precipicios más
profundos. Me ha puesto melancólico su aspecto sombrío, cuando velado por la
bruma se deja ver a ratos. O al rasgarse la nublazón y entre los celajes se
vislumbran sus laderas impresionantes. Entre calmas prolongadas, su enormidad
de roca al parecer extinta me ha dejado sentir su latir poderoso que llena de pavor...
Los antiguos le pusieron un nombre que sugiere amaneceres: “Citlaltépetl”, que
tradujimos como “Cerro de la estrella” en mi fuero, le llamo: Señor de la Tormenta... del
Frío... del Agua...
Calló,
y al parecer ausente miraba a lo lejos. Acaso buscaba más argumentos o sólo
disfrutaba de sus parrafadas. No me impacienté, sabía que el conversador intuía
tenerme en sus manos. Después de un momento continuó:
—Pues
eso es. Quién sabe cuánto influye en el
clima de la región y para cuántos ejerce su fascinación. Quién es capaz de
saber lo que en el paso del tiempo se ha dicho de él. Y a propósito, hay una
leyenda tan vieja que se va perdiendo por falta de uso, creo yo, dice que le
pusieron “Cerro de la
Estrella ” porque los
antiguos; los que vivieron antes del conquistador, construyeron un templo para
adoración de alguno de sus dioses de piedra, y en un altar mantenían un fuego
encendido, tan grande y brillante que se veía desde todo el valle, alumbrando
como una estrella. ¡Cuántos trabajos habrán pasado los sacerdotes para llegar,
y sus ayudantes para llevar hasta allá tanta leña! —cortó su discurso, fijó en mí sus ojillos y
sonriendo preguntó— ¿Usted nunca ha subido?
—¡Nunca! —contesté
casi avergonzado.
Y como entonces, él
ya se deslizaba sin obstáculos en el tobogán de la plática: tomó su tiempo, y
echándome una mirada de conmiseración, tan prolongada que me apabulló, para
colmar mi azoro, dijo:
—No sabe lo que se ha
perdido. —Se agachó y empezó a hurgar una bolsa exterior de su mochila.
Respiraba con dificultad y un tenue sudor mojó su frente porque la posición
forzaba el volumen de su cuerpo. Al fin sacó un mazo de fotografías, me las dio
y con hablar reposado sugirió:
—Mire, dése un
quemón.
Comencé a ver las
fotos una a una. Las había en blanco y negro; las más en colores. Todas bellas
y retrataban a la montaña desde un lugar relativamente bajo. El hombre se
complació en captar con detalle los roquedales desolados que sugerían su
formación convulsa; aquellas cañadas enormes, al parecer insalvables; los
glaciares brillantes en su albura de placidez engañosa, que a veces
contrastaban con las masas de los cúmulos y otras con el cielo profundo,
nítido. No pude evitar el sorprenderme cada vez más, de cómo ese hombre con la
gordura que tenía, pudo hacer las caminatas que cualquiera imagina, son
necesarias para llegar a tales alturas. Crecía la admiración, ya que no era
sólo la obesidad y la caída del arco. En definitiva yo pensaba: no es
posible... ¡Tanto peso y los pies planos!...
¿Cómo le hace? Cuando estuve examinando las fotos, fugazmente y de
soslayo lo miraba. Su semblante irradiaba satisfacción y a su vez, espiaba mis
gestos. A cada foto que yo pasaba, él hacía algún comentario y luego esperaba
ansioso mi opinión. Cuando terminé, se las devolví al tiempo que le decía:
—¡Muy buenas
fotografías! Por el papel y la gama de colores, se ve que son de distintas
épocas.
—¡Así es! Son
veinticinco, las mismas veces que he subido. Aunque tiene tres años que no voy.
—Buen trabajo. Sólo
que... me extraña que en ningún paisaje se vean sus compañeros.
—¿Eso?... Eso no
tiene importancia —contestó con despreocupación—. Yo admiro al Pico y nada más.
—Bajó la mirada y corroboró la fortaleza del calzado, luego revisó el estado de
las uñas. El tiempo perdido debe haberle servido para madurar otras ideas,
luego continuó—: Dos veces estuve en peligro, el temporal se vino de pronto con esa bruma
espesa que hace perder la perspectiva escondiendo hasta la piedra que ha de
estorbar en el siguiente metro de camino y hace sentirse perdido en esa nada
opaca. Pero gracias a Dios, no sucedió nada: sólo el susto. En esas ocasiones
se sabe lo que es el miedo, porque la muerte viene con la borrasca o el frío. ¡Cuántos se han
quedado allá! En aquellos parajes acecha la grieta, el resbalón, la helada;
fatigan la altura, el aire enrarecido y la ascensión por pendientes que parecen
nunca terminar. Sin niebla, la soledad y la lejanía pesan; impone la vastedad
de arenales estériles, el tamaño de los picos desnudos, de riscos, abruma la
abundancia de hielo y el frío con su eterna amenaza achica el ánimo.
—Nuevamente calló unos momentos, dueño de mi atención cavilaba, luego dijo—:
Aunque... he de serle franco... nunca subí hasta el cráter, por eso las fotos
se ven tomadas desde abajo. Pero cuando se platica de accidentes, son las
causas que le dije, las responsables de los percances.
—¿Y los otros
volcanes? —pregunté, tratando de atizar la charla—. Seguramente también son
interesantes.
—Bueno... no tuve
modo, ni tiempo. Me quedé con las ganas de ir a esa maravilla que es la “Mujer
Dormida”. A lo mejor usted piensa “éste tuvo miedo”, pues se dice que es como
algunas hembras: hermosas y traicioneras; pero no... no pude. Eso es todo... y
los demás, no me interesaban tanto.
De pronto, opacando con su brevedad la música
alegre de parches y metales que como un ruido más de la ciudad llegaba a mis
oídos desde hacía rato se oyó rotundo el estallido de un cohete. El hombre miró
a lo largo de la calle y esbozó una sonrisa. Volteé a mi vez y atisbé al grupo que avanzaba.
Estaría a una cuadra más allá, pero se veía claramente: encabezando la marcha
venían los músicos entusiasmados con su barahúnda consonante y los seguía el
portador del pebetero con la flama encendida. Más atrás la muchedumbre animosa,
con las banderas y estandartes. Venían muchos hombres y mujeres vestidos de
alpinistas y era notable el abigarramiento de sus gorros pasamontañas que
llevaban encima los grandes lentes oscuros, de los triangulares emblemas de sus
clubes, y a pesar de la tibieza del aire, todavía no se quitaban los gruesos
suéteres. Desfilaban orgullosos, sin marcialidad, sin prisa: como si se tratara
de un paseo.
—Bueno —oí que me
decía—. Ya platicamos un rato... aquí la cortamos porque ya vienen los compas.
—Se agachó, guardó el mazo de fotografías en la bolsita de donde la había
sacado y luego de la mochila extrajo un retazo de paño azul enrollado con esmero: lo extendió y vi
que era una de esas banderolas: en la parte más ancha, sobre un círculo blanco
ostentaba un bonito bordado representando la cabeza y el cuello de un lobo gris
de mirada fiera, con las fauces abiertas y la lengua asomando entre ellas; y
acomodadas conforme decrecía el triángulo, las letras blancas ribeteadas de
rojo y muy grandes que decían: Solitario. Ató los cordelitos de su enseña a las
correas de la mochila y poniéndose en pie, se la echó a la espalda. Todo lo
realizó lentamente, con mucho cuidado y gastó tanto tiempo, que cuando terminó
ya la peregrinación pasaba frente a donde estábamos. Empuñó el piolet como si
fuese un bastón; luego me tendió la rolliza mano derecha y se despidió. Iba a
empezar a caminar, cuando le toqué el hombro y le dije:
—¡Oiga... Espere...!
Antes de que se vaya, cuénteme. ¿Por qué no ha vuelto al volcán?
Hizo una mueca de
tristeza y suspirando me confió:
—Cosas del trabajo...
en la petrolera, yo tenía a mi cargo un camión que es una chulada. ¡Extranjero,
sabe usted! Parece un mayate o una araña. ¿Qué sé yo? Pero es fino para trepar
por cualquier parte. Tiene doble tracción y no hay lodazal o camino malo que lo
pare. ¡Ah... qué domingos tan
maravillosos! Recorrí toda la sierra y cuanto cerro que circunda el Pico y que
tuviera una brecha. Claro, el paseo favorito era el volcán. ¡Sólo que hace tres
años me cambiaron de puesto y tuve que entregar la unidad! Como usted ve, sin
mi araña y con tantos kilos encima, es imposible que vaya a esas alturas...
Se acomodó cuidadosamente las correas sobre los hombros y después con un
movimiento del cuerpo balanceó el peso del fardo y echó a caminar. Ya no quise
interrumpirlo. Y con su andar pesado de ganso, se integró al final de la
columna.