Páginas 34 a 36 de la novela inconclusa “Sitio de piedra”,
que escribí en 1972, sin poder desprenderme de las rondas policiacas posteriores
a los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971.
[Es de noche y dos personajes salen del cine.]
… ve los tubos junto a los surcos que se deslizan a lo
largo de las banquetas enlodadas, unos botes llenos de estopa y petróleo
conservan la llama que advierte a los automovilistas que no hay paso. La calle
está barricada con trincheras. Azul y rojo: biú, biú, biú. Las casas del barrio
estudiantil apagan temprano las luces de sus entradas. Son antiguas casas del
afrancesado tiempo del dictador, grandes y lóbregas: altas puertas, escaleras
rechinantes, enrejadas ventanas, espantosos desvanes… Sus furtivas luces se
adivinan detrás de las cortinas: la reverberación isócrona del televisor, la
entumecida neón del restirador, el amarillento foco sobre la página de la
revista o el libro, y por allá, imperceptible dentro del cuarto, el rojizo
resplandor de los bulbos del radio. Azul y rojo: biú, biú, biú. La calle es un intestino
donde corretean rabiosas ratas, los ñangos perros, los pensativos Kemein y
Maisi sienten el aire fustigando los cuerpos y soltando los olores pegados en
las paredes. Azul. Al llegar a la calle Zacatecas se acaban las zanjas, allí
escuchan un grito de mujer y Kemein jala a Maisi contra la cortina de fierro de
una tlapalería. Rojo. Enfrente, viniendo de la calle Jalapa, corre una
muchacha. Biú, biú, biú. Se detiene en las puertas y golpea con los puños y
grita. Azul. La patrulla la sigue despacio. Rojo. Cuando está cerca de ella un
policía abre la puerta y está por bajarse cuando ella lo ve y cruza la calle.
Rojo. Cae y del bolso salen monedas que chocan en el pavimento. Biú, biú, biú.
Una voz potente, unas botas negras, un cráneo de casco, un rifle de insaciables
balas. O un falo de cabrón, pensó Kemein después de dar vuelta en la calle Tonalá,
al detenerse casi en la esquina de la calle Querétaro. El paisa de los tacos
acaba de cerrar su puesto ambulante y lo va empujando. Kemein reprendía a
Maisi, le dice que se guarde las lágrimas para otra ocasión, para cuando
estuviera en la cama. Pero Maisi tenía demasiado apachurrada la respiración,
parecía que el pelo, embrollado por el aire, la estrangulaba, adherido a su
cuello por el sudor de la carrera. Una punzada se le clavó en el cerebro al oír
las palabras de Kemein: la rabia se convertiría en una simple repulsión de mal
dormir que fácilmente se quitaría mordiendo la almohada, como si solamente
hubiera visto matar a un perro, o como si fuera una mujer embarazada que ve
destazar un pollo en el mercado, como sentir un odio sin razón contra el carnicero,
como si no fuera capaz de otra cosa más que de impresionarse y llorar como niña
chiquita. Sea, pero Maisi no podía apartar de sus ojos las estridencias de los
dos colores que giraban en el techo de la patrulla: rojo y azul, rojo y azul, y
su pavorosa voz de silbido: biú, biú, biú incrustándose en los vidroios, en las
rejas, en los postes, en los árboles y en su cara. Maisi sufría con pavor estar
en la calle, temía toparse de improviso con la muerte. Los sonidos de lejanos
camiones aumentaban y Maisi creía que se acercaban y unos hombres sacaban de
sus cisternas gasolina y rociaban las casas y luego de otros camiones
descendían hombres con lanzallamas y, cuando la gente, asfixiada por el humo,
salía horrorizaba a la calle, allí mismo la rostizaban. Kemein le dijo que lo
peor de todo era que la gente estaba roncando como piedra, y los tontos, los
dejados, los noctívagos, los desunidos hombres andaban en la calle con pedante
autosuficiencia. Puro muerto, unos, dormidos, no se imaginan lo que sucede en
una ciudad de policías; otros, abandonados en las calles por nosotros y
nosotros por ellos… Maisi se estremeció y buscó refugio en Kemein, sus sollozos
le mojaban el suéter. Kemein, desembocando su abatimiento en cólera, le dijo:
no seas pendeja, ¿de qué te sirve llorar. Maisi por fin habló: ¡no me digas
así! Se zafó del cuerpo que la tenía abrazada y entró en el edificio, amarillo
y gris, de cinco pisos, donde vivía Kemein.