Julieta
Campos, novelista, decía que no valía la pena hacer crítica negativa. Tenía razón,
se evita uno enemigos, y le faltó decir que no alcanza el espacio en periódicos
y revistas para comentar libros buenos, regulares y malos. De allí a poner
atención primero en los amigos vuelve el “periodismo cultural” en algo inútil.
Hay comentaristas que, por evitar los conflictos del presente, publican comentarios sobre autores difuntos, positivos siempre, y del grupo de los
buenos. Así también quedan los regulares y los malos cada vez más lejos del
gran escenario donde el público se siente seguro para aplaudir.
Hay algo más. Los comentarios “consagratorios”
sobrevuelan las obras, no pueden decir más que fórmulas que no todos los lectores
descifran.
El problema de la existencia o no de
la crítica literaria se debe a esta mal entendida cortesía. Los periodistas se
vuelven cómplices de los editores y sus notas son parte de una publicidad
efímera. El libro existe, que lo compre. Si le gusta o no, allá el lector... Lo
mismo pasa con la información sobre cine, artes plásticas, música. Creo que
esta práctica es inútil y nociva. Total, el que critica es gente con la que no
sabemos qué hacer.
Hay que representarnos hojas periodísticas
dedicadas al turismo. ¿Qué ganarían los lectores con artículos que hablaran de
lugares no recomendables? Aquí recuerdo las campañas de publicidad negativa que
han ejercido en Estados Unidos contra México. Bueno, tuvieron su complemento en respuestas mexicanas como la que decía “Conozca México primero”, que nos invitaba
a comprar lo que ya no era del interés de los turistas de EU. Es difícil decir no
vayas al país vecino del norte sin aportar razones.
Al
toparme con un artículo publicado en las páginas de cultura de Clarín, de Argentina, de Bárbara Álvarez
Plá, “Llegó
por dos meses y se quedó a vivir siete años”, acompañado por la invitación a la
lectura: “Es periodista y ama Buenos Aires, pero no se
queda callada al señalar defectos bien porteños, como el ruido y desorden”, no
pude dejar de interesarme.
Pensé
en otras ciudades. Todas tienen calles ruidosas y, a la vuelta, calles
silenciosas. Un error de turista, hospedarse en un hotel en una avenida muy
transitada o en un barrio céntrico puede resolverse al día siguiente. Si firmó
un contrato por un año, mal hecho, aunque al siguiente año puede cambiarse.
La periodista encuentra que Buenos Aires “es una ciudad de contrastes,
así que además del ruido, y llegados a este punto no puedo dejar de mencionar los
pitidos de los autos –¿piensan los porteños que por tocar la bocina van a ir
más rápido o en realidad se dan cuenta de que no sirve de nada pero lo que pasa
es que les gusta molestar?” Yo le digo que en ciudades más chicas que Buenos Aires tenemos el mismo problema. El mundo actual viene siendo alterado por los fabricantes de coches.
Y es que la periodista empezó mal. Escribe: “Alquilé un departamento en el Paseo
Colón, muy cerquita de San Telmo, que es el barrio que las agencias de viajes
venden como ‘ideal para el turista’. Y es cierto. Era lindo y lo sigue siendo,
aunque esté algo descuidado. Recuerdo cómo me gustaba la feria de los domingos,
la música en la calle, las cervezas al sol.” Pero, “una de las primeras cosas
que me llamaron la atención fue el insoportable ruido de los colectivos al
pasar por delante de mi ventana, en un segundo piso”, “el estruendo me obligaba
a subir el volumen de la tele, la radio o lo que fuera que estuviera
escuchando. Nunca antes había escuchado semejante barullo salir de un
transporte público. Más bien parecía que se acercaba un tanque militar. Lo del
humo negro dejémoslo para otro día”.
Pero no se engaña, agrega que “Si algo me gusta hacer es protestar”, lo
cual la hace sentir autorizada para seguir sus quejas: “aquí nunca me faltan motivos: los
precios varían como el clima, sin sentido, se va la luz y no vuelve en tres
días, son muchos los que viven en las calles, las villas miseria son parte del
paisaje urbano... suma y sigue”. “Eso sí, por ancha que sea la avenida, igual
la gente se choca. Y aquí viene otra de las preguntas que suelo hacerme: ¿por
qué los porteños se chocan entre sí cuando van andando por la calle?”
“Hay otra cosa curiosa (y molesta) en los porteños y es que creen ser
psicoanalistas. Todos. Creen saber el motivo oculto por el que uno hace o dice
las cosas. Saben más de uno que uno mismo. Siempre me he preguntado cómo pueden
vivir viéndole a todo un doble sentido oculto. La vida en sí misma ya es
bastante complicada, ¿no? Pues no, a los porteños, si algo les hace felices, es
complicarlo todo un poquito más. Siempre se puede dar otra vuelta a la tuerca.”
“Estaba a punto de señalar algo bueno de la ciudad en la que, de una u
otra manera, decidí vivir, y es la
anchura de sus avenidas, siempre llenas de árboles; la altura de los
edificios. La sensación, al fin, de estar en una gran metrópoli.”
Me pregunto, ¿cuándo deja uno de ser turista? América es un vasto
territorio. Europa es pequeña. “Soy de Asturias, bien verde y bien al norte, y
como asturiana me definí siempre. De Gijón, tendría que aclarar ahora para
seguir afinando”, escribe la periodista. Si viviera en la capital de México,
digo yo, donde hay pueblos engullidos por el desarrollo que conservan su vida
tranquila. Recuerdo la colonia Florida hace treinta años, a un lado de
Coyoacán, y el pueblo Axotla, aunque la ciudad “nueva” ha seguido aplastando las
calles viejas. Calificar a la asturiana con la palabra “provinciana” puede
sonar ofensivo, pero ¡Gijón!. La gente que vive en la capital de México, periodistas
incluidos, hablan del “interior del país”, sin reflexionar que si hay algo que está
en el interior es precisamente esa megaurbe.
Buenos Aires es
exterior. Vivo en Veracruz, puerto marítimo, adonde fueron llegando argentinos en los años recientes y donde hay muy
buenos restaurantes argentinos. Uno reconoce a los argentinos por la manera de hablar,
claro, pero también porque son exagerados, como los veracruzanos en otro estilo.
Quizás pudiera alguien
recomendarle a la periodista que comento el libro Mitomanías argentinas, de Alejandro Grisom (Buenos Aires, 1968). En
la contraportada del libro (texto que está en Internet) leemos:
“Cuán profundamente argentino es insultar cotidianamente a la Argentina.
Y sin embargo…, como dice una conocida canción, este rasgo de identidad tiene
su contracara: la argentinidad al palo, “La calle más larga [ver arriba la
frase de la periodista: la anchura de sus
avenidas; quizás ya es más argentina que asturiana], el río más ancho,
las minas más lindas del mundo… Que el Che, Gardel y Maradona son los number one, y argentinos ¡gracias a
Dios! También Videla y el Mundial 78, Galtieri y ‘los estamos esperando’. ¿Yo?…
¡Argentino! Del éxtasis a la agonía oscila nuestro historial. Podemos ser lo
mejor, o también lo peor, con la misma facilidad”.
En Mitomanías
argentinas,(Siglo Veintiuno Editores, 2012) Alejandro Grimson se atreve a un original
ejercicio de introspección: ofrece una lista abierta de mitos y los revisa uno
por uno para hacerlos “caer”, para que muestren lo que tienen de vulnerable, de
falso, de argumento insostenible, de repetición machacona. ¿Fuimos la nación
más europea de América Latina y una maldición nos arrojó al basurero de la
periferia? ¿Brasil o Chile están en el camino correcto y la Argentina no deja
de cometer errores? ¿Son los paraguayos, peruanos o bolivianos los responsables
del desempleo en la Argentina? ¿Es cierto que los argentinos descendemos de los
barcos, así como los mexicanos descienden de los aztecas?
No importa que los mitos sean de
derecha o de izquierda, religiosos o laicos, patrioteros o extranjerizantes:
son bombas de tiempo que hay que desactivar para que el rompecabezas argentino
se organice sobre bases plurales y para que el debate público no quede
encerrado en Mitolandia. Grimson nos convence de que tener una mirada más
compleja y cabal de nosotros mismos es un primer paso para construir una
sociedad mejor.”
Estoy de acuerdo. Conocer lo negativo
nos permite ver lo positivo. Comentar el libro de Grimson, que recibí como
regalo en diciembre de 2012, es una tarea que tengo por hacer.