Jaime Velázquez
En los años setenta algunos universitarios empezaron a
frecuentar sitios populares en el centro de la ciudad de México, cantinas,
salones de baile. Fue un descubrimiento (por edad, por cultura). Entre ellos
había estudiantes de provincia que no conocían esos lugares (la Universidad
Nacional está en el sur del Distrito Federal), también había jóvenes con 18 años recién cumplidos que
acababan de salir de sus barrios, donde habían estado oyendo rock por radio y no se imaginaban costumbres, les eran ajenas. Treinta o cuarenta
años después, en las fiestas conviven varios estilos de música bailable. El
son, la rumba, el danzón, la cumbia, la salsa extendieron su ámbito. Y habría que
hablar de los lugares que frecuentaban los padres de esos jóvenes, dónde y qué
bailaban en los años treinta y cuarenta.
Ha habido un enfrentamiento constante entre la música
común mexicana y la de éxitos importados. El drama no empezó con la Ola
Inglesa, sino con Glenn Miller, con Fred Astaire; luego, familias de clase media bailaban
con Ray Coniff y las alternaban con canciones de Los Panchos, Los Dandys, bailaban
con Billy Hayley y Pérez Prado.
En la vida en México reina la hibridez, todo es
adoptable. Los pachucos venían de la ciudad de Los Ángeles, o la llevaron allá
los emigrantes (llamados espaldas mojadas porque cruzaban el río-frontera). Y para rematar, valses
en los quince años y mariachis.
El danzón vive en todo México, se baile o no. Suena a que
es de todos. Y no todos iban a salones como Los Ángeles, en la colonia
Guerrero, que está cumpliendo 75 años. Allí se toca música del Caribe,
que abarca Colombia, Veracruz y muchos lugares del país, casas, salones de fiestas, en calles cerradas una noche al tránsito.
Lo interesante ahora es saber el estado de salud del
repertorio, ¿cuál es la producción actual, todas son canciones viejas? Esa
música puede extinguirse si no llegan otra vez los jóvenes, no para mirar sino
para renovar letras, como ha pasado con la salsa.
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