A María
Madrid
A María Madrid le encantan los cafés. Es
feliz realizando tours por los establecimientos veracruzanos donde se expende
tan deliciosa infusión en sus más diversas presentaciones. Por eso no me
extraña que me llame para invitarme a salir. Viernes por la tarde. “Glen, vamos
a echarnos un cafecito”. Dudo un poco. “Déjame consultar mi agenda, a lo mejor
tengo que hacer algunas cosas a un lado”. Obvio. De inmediato alejo de mí la
ropa que estuve a punto de doblar… Es algo que puede esperar al siguiente día.
“Listo. ¿Dónde nos vemos?”
Al otro lado de la
línea su voz suena muy animada. “Paso por ti frente a la estatua de
Cuauhtémoc”. Oki, bye. Concluimos nuestra breve charla.
¿Qué me pongo? Bien,
primero entro al baño, porque si intento decidir qué usar antes de ducharme,
pierdo por lo menos media hora. Bajo el agua se piensa con más exactitud. El
cuerpo se relaja y es sencillo concentrarse en lo que verdaderamente importa.
Llego a la conclusión que lo más trascendente es pasar un buen rato, disfrutar
de charla grata. De mezclilla está bien. Una blusa fresca estampada con
tulipanes rosas, y sandalias cómodas, de tacón por supuesto. No soy capaz de
sacrificar siete centímetros de altura por el dudoso placer de pisar al ras del
piso y exponer mis pies a la fina arena que barre diariamente las calles del
puerto.
Yo siempre llego
tarde a todas partes, pero tratándose de María Madrid, admito que supera mi
récord con unos minutos más.
—¿Tienes mucho
esperando?
—No, cómo crees,
acabo de llegar. Afirmación que, indefectiblemente, es cierta.
—¿A dónde vamos?
—Mira, Glen, acabo de
descubrir un cafecito genial. Está en el centro. Es de lo más “nice” que puedas
imaginar, el otro día fui con Clau y nos pareció un lugar excelente.
Sonrío satisfecha. Si
de buenos lugares para tomar una taza de café se trata, Marichuy es toda una
experta.
Marmad deja su coche
en un estacionamiento. “No vaya a ser que no alcance lo del parquímetro y la
grúa se lleve el carro”.
Las chicas llegarán
después. Mary tiene poder de convocatoria y sus amigas nos alcanzarán en un
momento más. Caminamos hacia un callejoncito mal iluminado, digno de ser la
boca de un túnel del tiempo. Intento leer el nombre que aparece en la placa;
las sombras de un balcón semiderruido no me permiten distinguirlo. Las construcciones
lucen fachadas antiguas, detalle común en el perímetro del centro histórico.
Nos detenemos frente a una puerta enorme y despintada. La gruesa madera cruje
al empujarla con cierta dificultad.
—Algún día me
compraré esta casita.
Yo prefiero aquélla.
Señalo un amplio edificio que se levanta solitario en medio de la plazuela.
—Ay, Glen ¡esa no es
una casita!
—Tienes razón, pero
ahí sí me gustaría vivir.
“La casita”, el
cafetín de nuestro “león de Lucerna”, es pequeño, pero tiene un encanto y una
suntuosidad que se antoja de la segunda mitad del siglo XIX: taburetes de
terciopelo rojo, papel tapiz en color oro viejo, brillantes cafeteras italianas
sobre el mostrador de pulido cedro, tazas de fina loza blanca, donde se
concentra el olor de la aromática bebida. Al fondo del mostrador hay una
reproducción de una escena exquisita: el Moulin de la Galette. El lugar me
parece fascinante. Clau e Ivonne, mucho más puntuales que nosotras, nos esperan
de pie.
El primer piso está
completamente lleno. En el reducido espacio apenas caben unas veinte personas.
Subimos a la planta alta. La atmósfera está viciada por el humo de los cigarros
a pesar de los amplios ventanales abiertos. Es el área de los fumadores.
Afortunadamente, al nivel del descanso de la escalera instalaron diminutas
mesas y, en forma ingeniosa, sobre la pared hay unas salientes recamadas de
damasco a manera de asientos. Decidimos que es el mejor lugar. Dominamos con la
vista todo el espacio y, por si fuera poco, hay una ventanilla de ventilación,
justo arriba de nuestras cabezas, por la que entra el aire fresco del exterior.
En cuanto nos
instalamos, un joven muy atento se acerca a nosotras y dice:
—“Señoritas ¿vieron
el letrero de la entrada?”
—¿Cuál letrero?
—El aviso indicando
que a la planta alta no se permite subir con calzado. Es para conservar el
lustre de las duelas de madera; además, por supuesto, con el fin de guardar el
estilo.
En ese momento nos
percatamos de que todos los parroquianos del segundo piso están sentados en
almohadones a la altura del suelo, y que casi sobre nuestras cabezas hay un
letrero imitando signos japoneses que dice:
“Salón Sakura. Casa
de té.”
—Bueno, joven, no
estamos en la planta alta. Observa acertadamente Ivonne.
—Sí, pero quienes
acuden al salón vienen descalzos desde el inicio de la escalera, a partir del
tapete de seda; miren –el mesero indica hacia la parte baja de los escalones–.
Así que, por consideración a los desnudos pies de nuestros visitantes de la
Casa de Té, es política de la empresa que nadie suba los escalones con calzado.
—¿Y qué quiere usted
qué haga con mis zapatos? ¿Los echo a la bolsa? Pregunto, incómoda ante la
proposición, para mí, de lo más absurda.
—No será necesario
–explica el muchacho con la misma solicitud del principio, que ya empieza a
resultarme exasperante-. Al pie de la escalera hay un pequeño armario donde sus
prendas estarán seguras.
—Y si me da pulmonía,
amigdalitis o pesco un hongo, ¿ustedes responden por los gastos médicos?
—Le aseguro que nada
le sucederá. El lugar se halla perfectamente desinfectado; pero si usted no
quiere despojarse de su calzado, lo de menos será esperar a que haya espacio en
el salón Renoir. La mirada del joven se
dirige al mostrador de la planta baja y sus clientes que continúan de pie.
Trato de esbozar una
sonrisa ante la mirada suplicante de las demás: esperar a que se desocupe un
lugar implica pérdida de tiempo. Por lo demás, la única razón por la cual
podría justificar retirarme del lugar sería un mal servicio, situación que no
se da. El joven mesero espera con expresión amable y paciente. Al fin declino y
veo cómo mis zapatillas –al igual que las del resto del grupo–, se retiran
columpiándose suavemente de las correas, en manos de un joven que el mesero
llamó para tal efecto. Lo último que percibo antes de perderlas de vista es su
resplandor rosa mexicano, que parece decirle adiós a los tulipanes de mi blusa.
Desde el salón Sakura
llegan a nuestros oídos dulces notas orientales. Sólo entonces se aclara
nuestro sentido del olfato y distinguimos que el olor de humo que detectamos
por primera vez es producto de las varitas de incienso quemadas en la semi
penumbra. Suspiro tranquila, completamente dispuesta a relajarme. Concluyo que
realmente valió la pena desprenderme de mi calzado.
Entre café y café –a
la canela, cítrico, avainillado, endulzado con panela, acompañado por unas
deliciosas galletas de estilo casero–, las horas se deslizan
imperceptiblemente. Me siento invadida de un delicioso sopor a tal grado que si
alguien me alcanzara una almohada me dormiría de inmediato, a pesar de las tres
tazas de café que he tomado casi sin darme cuenta. Clau revisa la hora en su
celular. Es tarde. Las chicas se despiden. Ivonne debe levantarse temprano para
preparar su programa de radio. Quedamos sólo nosotras. Aparece el empleado que
un par de horas antes se retiró con los zapatos en las manos. Le llama a ella
por su nombre:
—¿Señorita María de
Jesús González?
—Sí, soy yo, diga.
—Parece que hubo
problemas con su auto en el estacionamiento.
—¿Está usted seguro? Yo no dejé dicho en dónde iba a
estar.
—Realmente no puedo
estar seguro, pero es mi obligación informarle que acaban de asaltar el
estacionamiento y se llevaron un auto color plata. El encargado dice que una de
las mujeres que bajó del coche parecía jardín.
El joven menciona lo
último mirando mi blusa de flores sin ninguna discreción. Me ruborizo y
agradezco profundamente la luz mortecina del local. Marichú luce angustiada.
—Es el mío, Glen.
Espérame tantito.
Decido alcanzarla en
un par de minutos. Apuro la taza de café. Vuelvo la vista alrededor. En medio
de la conversación y la somnolencia no me di cuenta que el café está casi
vacío. Los últimos clientes del salón Sakura se retiran. Sus pies desnudos y
transparentes no hacen ruido mientras descienden los escalones de madera. Les
miro con curiosidad esperando algún gesto de cortesía; pasan sin verme. Del
segundo piso, ahora desierto y sombrío, desciende un olor a humedad. También
los parroquianos de la planta baja se levantan de sus asientos. Sin la algazara
inicial de la noche, el ostentosamente llamado salón Renoir se ve en muy malas
condiciones. El papel tapiz está roto en áreas muy amplias. La superficie del
mostrador luce desgastada y opaca. El terciopelo de los asientos parece sucio.
La reproducción de la pintura es pajiza. ¿Será a causa de la luz? Una lámpara
alumbra débilmente. Su brillo proviene de la calle. ¿Cerraron el café y no se
dieron cuenta de que yo aún estaba dentro?
Nerviosa, me levanto.
Me acerco al armario bajo la escalera. Está cubierto de polvo. Busco mis
zapatillas en su interior desvencijado. No hay nada en él. Todo está muy
oscuro. Una sensación de frío me invade… Yo me voy de aquí. A tropezones, llego
a la vieja puerta que da al callejón y la empujo con todas mis fuerzas: su
cuerpo voluminoso y apolillado cede con mucha facilidad, apenas sostenido por
herrumbrosas bisagras. El viento golpea mi rostro sudoroso. Tengo la boca seca.
Camino una o dos cuadras sobre Independencia. Mis pies desnudos no sienten la
dureza del pavimento, sólo perciben el calor que aún guarda la calle. Voy
rápido. Un taxi se detiene. Asciendo sin mediar palabra. El conductor sonríe
pícaramente a través del retrovisor y guiñando un ojo dice, antes de emprender
la marcha: Se ve que estuvo buena la fiesta.
1 comentario:
Exacto en su sencillez, el calor me golpeo en la cara con la descripción, me gusta
saludos
MG
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