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jueves, 14 de junio de 2012

ENTRE JAPÓN Y FRANCIA / GLENDA CASTILLO MUÑOZ


A María Madrid  

A María Madrid le encantan los cafés. Es feliz realizando tours por los establecimientos veracruzanos donde se expende tan deliciosa infusión en sus más diversas presentaciones. Por eso no me extraña que me llame para invitarme a salir. Viernes por la tarde. “Glen, vamos a echarnos un cafecito”. Dudo un poco. “Déjame consultar mi agenda, a lo mejor tengo que hacer algunas cosas a un lado”. Obvio. De inmediato alejo de mí la ropa que estuve a punto de doblar… Es algo que puede esperar al siguiente día. “Listo. ¿Dónde nos vemos?”
Al otro lado de la línea su voz suena muy animada. “Paso por ti frente a la estatua de Cuauhtémoc”. Oki, bye. Concluimos nuestra breve charla.
¿Qué me pongo? Bien, primero entro al baño, porque si intento decidir qué usar antes de ducharme, pierdo por lo menos media hora. Bajo el agua se piensa con más exactitud. El cuerpo se relaja y es sencillo concentrarse en lo que verdaderamente importa. Llego a la conclusión que lo más trascendente es pasar un buen rato, disfrutar de charla grata. De mezclilla está bien. Una blusa fresca estampada con tulipanes rosas, y sandalias cómodas, de tacón por supuesto. No soy capaz de sacrificar siete centímetros de altura por el dudoso placer de pisar al ras del piso y exponer mis pies a la fina arena que barre diariamente las calles del puerto.
Yo siempre llego tarde a todas partes, pero tratándose de María Madrid, admito que supera mi récord con unos minutos más.
—¿Tienes mucho esperando?
—No, cómo crees, acabo de llegar. Afirmación que, indefectiblemente, es cierta.
—¿A dónde vamos?
—Mira, Glen, acabo de descubrir un cafecito genial. Está en el centro. Es de lo más “nice” que puedas imaginar, el otro día fui con Clau y nos pareció un lugar excelente.
Sonrío satisfecha. Si de buenos lugares para tomar una taza de café se trata, Marichuy es toda una experta.
Marmad deja su coche en un estacionamiento. “No vaya a ser que no alcance lo del parquímetro y la grúa se lleve el carro”.
Las chicas llegarán después. Mary tiene poder de convocatoria y sus amigas nos alcanzarán en un momento más. Caminamos hacia un callejoncito mal iluminado, digno de ser la boca de un túnel del tiempo. Intento leer el nombre que aparece en la placa; las sombras de un balcón semiderruido no me permiten distinguirlo. Las construcciones lucen fachadas antiguas, detalle común en el perímetro del centro histórico. Nos detenemos frente a una puerta enorme y despintada. La gruesa madera cruje al empujarla con cierta dificultad.
—Algún día me compraré esta casita.
Yo prefiero aquélla. Señalo un amplio edificio que se levanta solitario en medio de la plazuela.
—Ay, Glen ¡esa no es una casita!
—Tienes razón, pero ahí sí me gustaría vivir.

“La casita”, el cafetín de nuestro “león de Lucerna”, es pequeño, pero tiene un encanto y una suntuosidad que se antoja de la segunda mitad del siglo XIX: taburetes de terciopelo rojo, papel tapiz en color oro viejo, brillantes cafeteras italianas sobre el mostrador de pulido cedro, tazas de fina loza blanca, donde se concentra el olor de la aromática bebida. Al fondo del mostrador hay una reproducción de una escena exquisita: el Moulin de la Galette. El lugar me parece fascinante. Clau e Ivonne, mucho más puntuales que nosotras, nos esperan de pie.
El primer piso está completamente lleno. En el reducido espacio apenas caben unas veinte personas. Subimos a la planta alta. La atmósfera está viciada por el humo de los cigarros a pesar de los amplios ventanales abiertos. Es el área de los fumadores. Afortunadamente, al nivel del descanso de la escalera instalaron diminutas mesas y, en forma ingeniosa, sobre la pared hay unas salientes recamadas de damasco a manera de asientos. Decidimos que es el mejor lugar. Dominamos con la vista todo el espacio y, por si fuera poco, hay una ventanilla de ventilación, justo arriba de nuestras cabezas, por la que entra el aire fresco del exterior.
En cuanto nos instalamos, un joven muy atento se acerca a nosotras y dice:
—“Señoritas ¿vieron el letrero de la entrada?”
—¿Cuál letrero?
—El aviso indicando que a la planta alta no se permite subir con calzado. Es para conservar el lustre de las duelas de madera; además, por supuesto, con el fin de guardar el estilo.
En ese momento nos percatamos de que todos los parroquianos del segundo piso están sentados en almohadones a la altura del suelo, y que casi sobre nuestras cabezas hay un letrero imitando signos japoneses que dice:
“Salón Sakura. Casa de té.”
—Bueno, joven, no estamos en la planta alta. Observa acertadamente Ivonne.
—Sí, pero quienes acuden al salón vienen descalzos desde el inicio de la escalera, a partir del tapete de seda; miren –el mesero indica hacia la parte baja de los escalones–. Así que, por consideración a los desnudos pies de nuestros visitantes de la Casa de Té, es política de la empresa que nadie suba los escalones con calzado.
—¿Y qué quiere usted qué haga con mis zapatos? ¿Los echo a la bolsa? Pregunto, incómoda ante la proposición, para mí, de lo más absurda.
—No será necesario –explica el muchacho con la misma solicitud del principio, que ya empieza a resultarme exasperante-. Al pie de la escalera hay un pequeño armario donde sus prendas estarán seguras.
—Y si me da pulmonía, amigdalitis o pesco un hongo, ¿ustedes responden por los gastos médicos?
—Le aseguro que nada le sucederá. El lugar se halla perfectamente desinfectado; pero si usted no quiere despojarse de su calzado, lo de menos será esperar a que haya espacio en el salón Renoir.  La mirada del joven se dirige al mostrador de la planta baja y sus clientes que continúan de pie.
Trato de esbozar una sonrisa ante la mirada suplicante de las demás: esperar a que se desocupe un lugar implica pérdida de tiempo. Por lo demás, la única razón por la cual podría justificar retirarme del lugar sería un mal servicio, situación que no se da. El joven mesero espera con expresión amable y paciente. Al fin declino y veo cómo mis zapatillas –al igual que las del resto del grupo–, se retiran columpiándose suavemente de las correas, en manos de un joven que el mesero llamó para tal efecto. Lo último que percibo antes de perderlas de vista es su resplandor rosa mexicano, que parece decirle adiós a los tulipanes de mi blusa.
Desde el salón Sakura llegan a nuestros oídos dulces notas orientales. Sólo entonces se aclara nuestro sentido del olfato y distinguimos que el olor de humo que detectamos por primera vez es producto de las varitas de incienso quemadas en la semi penumbra. Suspiro tranquila, completamente dispuesta a relajarme. Concluyo que realmente valió la pena desprenderme de mi calzado. 
Entre café y café –a la canela, cítrico, avainillado, endulzado con panela, acompañado por unas deliciosas galletas de estilo casero–, las horas se deslizan imperceptiblemente. Me siento invadida de un delicioso sopor a tal grado que si alguien me alcanzara una almohada me dormiría de inmediato, a pesar de las tres tazas de café que he tomado casi sin darme cuenta. Clau revisa la hora en su celular. Es tarde. Las chicas se despiden. Ivonne debe levantarse temprano para preparar su programa de radio. Quedamos sólo nosotras. Aparece el empleado que un par de horas antes se retiró con los zapatos en las manos. Le llama a ella por su nombre:
—¿Señorita María de Jesús González?
—Sí, soy yo, diga.
—Parece que hubo problemas con su auto en el estacionamiento.
—¿Está usted  seguro? Yo no dejé dicho en dónde iba a estar.
—Realmente no puedo estar seguro, pero es mi obligación informarle que acaban de asaltar el estacionamiento y se llevaron un auto color plata. El encargado dice que una de las mujeres que bajó del coche parecía jardín.
El joven menciona lo último mirando mi blusa de flores sin ninguna discreción. Me ruborizo y agradezco profundamente la luz mortecina del local. Marichú luce angustiada.
—Es el mío, Glen. Espérame tantito.
Decido alcanzarla en un par de minutos. Apuro la taza de café. Vuelvo la vista alrededor. En medio de la conversación y la somnolencia no me di cuenta que el café está casi vacío. Los últimos clientes del salón Sakura se retiran. Sus pies desnudos y transparentes no hacen ruido mientras descienden los escalones de madera. Les miro con curiosidad esperando algún gesto de cortesía; pasan sin verme. Del segundo piso, ahora desierto y sombrío, desciende un olor a humedad. También los parroquianos de la planta baja se levantan de sus asientos. Sin la algazara inicial de la noche, el ostentosamente llamado salón Renoir se ve en muy malas condiciones. El papel tapiz está roto en áreas muy amplias. La superficie del mostrador luce desgastada y opaca. El terciopelo de los asientos parece sucio. La reproducción de la pintura es pajiza. ¿Será a causa de la luz? Una lámpara alumbra débilmente. Su brillo proviene de la calle. ¿Cerraron el café y no se dieron cuenta de que yo aún estaba dentro?
Nerviosa, me levanto. Me acerco al armario bajo la escalera. Está cubierto de polvo. Busco mis zapatillas en su interior desvencijado. No hay nada en él. Todo está muy oscuro. Una sensación de frío me invade… Yo me voy de aquí. A tropezones, llego a la vieja puerta que da al callejón y la empujo con todas mis fuerzas: su cuerpo voluminoso y apolillado cede con mucha facilidad, apenas sostenido por herrumbrosas bisagras. El viento golpea mi rostro sudoroso. Tengo la boca seca. Camino una o dos cuadras sobre Independencia. Mis pies desnudos no sienten la dureza del pavimento, sólo perciben el calor que aún guarda la calle. Voy rápido. Un taxi se detiene. Asciendo sin mediar palabra. El conductor sonríe pícaramente a través del retrovisor y guiñando un ojo dice, antes de emprender la marcha: Se ve que estuvo buena la fiesta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Exacto en su sencillez, el calor me golpeo en la cara con la descripción, me gusta
saludos
MG