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domingo, 8 de abril de 2012

ANCIANIDAD DE GÜNTER GRASS / JAIME VELÁZQUEZ

Este artículo fue publicado en el periódico Imagen de Veracruz bajo el título "Cebollazos: de la cocina a las librerías", en 2007, y recogido en el libro Alegre el marinero, Colección Bicentenario-Centenario, Conaculta, Ivec, 2010, páginas 37 a 41. Sobre los días que siguieron a la posguerra en Alemania recomiendo la primera novela de Mario Puzo, La arena sucia, de 1955. Y, claro, los artículos que han estado saliendo estos días en los periódicos contra Grass. Siempre quiso ser poeta, no hay duda, pero a los 85 años de edad ya no hay remedio, además de las dificultades del subgénero "poesía política".

A los ochenta años, Günter Grass parece gozar de excelente memoria, y trata de desplegarla, aunque no dice cuánto tiempo lo llevó escribir su más reciente libro, Pelando la cebolla (Alfaguara, 2007), traducida por el premiado Miguel Sáenz y por Grita Loebsack (445 págs.): el peor título que se haya visto en el planeta, memorias más o menos noveladas, con las que celebra alrededor de seis décadas de escritura.
            Pelando la cebolla es un libro de memorias que funciona como novela y que es mejor que algunos otros libros más germánicos de Grass, como el ambicioso y fallido Mi siglo, en el que el “mi” es rotundo, es de él, para él y no para los lectores. Pelando la cebolla sigue varios carriles: recuerda la juventud atolondrada de Grass como soldado de Hitler, más que engañado, sonámbulo; es una guía de lectura de la célebre novela El tambor de hojalata, que nos revela los elementos de realidad que le sirvieron de base al narrador; es un currículum como escultor y dibujante, quien además empezó su carrera literaria escribiendo obras de teatro y poemas; es un repertorio de procedimientos que le dieron éxito pero que hoy sólo le permiten avanzar con cierta fluidez; es un mapa urbano y de carreteras de una Alemania destruida, y un poco de Italia y Francia; es una escasa panorámica de su familia (hijos y nietos), antecedida por algunos retratos de los padres, la hermana y algunas mujeres; es también la revelación de que el papa actual pasó parecidas situaciones de peligro y hambre como un soldado más de Hitler, quizás algo que el Vaticano quisiera no recordar; finalmente, es una colección de retratos de gente y artistas alemanes de los años cuarenta.
            El deseo de ordenar los recuerdos lleva a Grass a privilegiar episodios de los que es sobreviviente, con lo que adelgaza el antes y el después de la guerra: es un libro de guerra y de disculpas. Las memorias incompletas de Grass son recuerdos de una materia tan tenue con demasiadas palabras dedicadas al esfuerzo que representa “pelar la cebolla” (recordar) y encontrar debajo de cada capa partes del propio pasado.
            Grass recuerda que fue un joven estaba en formación y que tuvo que abandonar la escuela para ir a la guerra que le regaló Hitler a los alemanes, polacos, austriacos y demás, lo cual es una versión inocente y poco convincente. Evita usar la reflexión del hombre maduro que cuenta cómo estuvo metido en una gran porquería. Algo que sobrevive más por “suerte” (no murió) que por habilidades propias.
            Este asomarse a su experiencia le presta cierto valor literario a sus opiniones políticas, militares, históricas, que no existen, según él, en una edad en que la persona apenas es útil para disparar o huir, para soportar las incomodidades y el hambre, en que parece dar lo mismo caminar hacia un lado u otro, cuando finalmente desaparece Hitler y Alemania se llena de rusos y estadunidenses.
            La sujeción que ejercieron rusos y estadunidenses sobre los alemanes, un poco mejor relatado, implica además un silencio obligado: la gente ocultó el viejo uniforme para aparecer como paisano y ya nadie pudo saber quién había sido auténtico seguidor de Hitler y quién había sido un crédulo mareado.
            Lo cual es increíble. Los jóvenes de nuestros días no saben con precisión qué van a hacer pasado mañana u hoy en la noche. No debe haber sido muy diferente en los años cuarenta. Pero quien escribe es una celebridad, muchos años después. Al escritor lo que más le duele es el hambre, que lo atenazó más que la prisa por encontrar a su familia dispersada, a la que le fue difícil buscar cuando el país estaba trastornado por completo.
            Grass busca en las pieles de la cebolla, a la que dibuja y va presentando al inicio de cada capítulo: cerrada, medio abierta, despedazada, y cuenta sus remordimientos. Fue un joven soldado al final de una guerra que en parte creyó entender y que con la derrota se le fue haciendo un destino de pesadilla (incluso trabajó en una mina, sin que por allí anduviera la idea de patria como paliativo). El joven que fue se salvó por el arte, el que tuvo en sus manos como reproducciones de cuadros importantes en las cajas de cerillos y al que volvió a encontrar después, al trabajar como cantero tallando figuras para sepulcros.
            ¿Cómo salió del hoyo Günter Grass? El dato sorprende: su hermana y una amiga bailarina, que después sería su esposa, llevan los poemas de Günter a una radiodifusora que había convocado un concurso de poesía en el que obtendría el tercer lugar: 350 marcos. Son los primeros años cincuenta y ya hay gente editando libros y pagando derechos de autor, firmando contratos literarios y, algo desconocido en México, pagando por lecturas de poesía.
            Mucho o poco, para el despojo de la guerra que era Grass entonces, fue un dinero que le permitió pensar con seriedad que no era mal negocio eso de la escritura. Después recibiría la invitación a leer del Grupo 47, escritores entre los que estaba Heinrich Böll:
            “Cuando el joven escultor que se hacía pasar por poeta se levantó de la silla (…) se vio rodeado de media docena de lectores de editoriales que se presentaron como Hanser, Piper, Suhrkamp y S. Fisher. Echaron mano a los siete o nueve poemas que el poeta, en casa, en un sótano húmedo, había copiado pulcramente. (…) le hablaron en plural: “Tendrá noticias de nosotros”, “Pronto volverá a oír de nosotros…”, “Próximamente nos pondremos en contacto con usted…”.
            Total, una página adelante, nos enteramos de la continuación del inicio de la carrera literaria profesional de Grass (pág. 432):
            “…firmé el contrato, en el que, por el diseño de la cubierta del libro, se me garantizaban otra vez unos honorarios, pasé por alto, en el calor de la alegría anticipada de cuento de hadas, la cláusula de opción sobre el primer libro del joven poeta, un párrafo impreso en letra pequeña, cuyo tenor me obligaba a ofrecer mi próximo libro, en primer lugar, a la editorial Luchterhand.”
            Y remata Grass: “en el transcurso de tres años sólo se vendieron 735 ejemplares”.
            Y uno cae muerto de envidia, pues esa devastada Alemania ya estaba haciendo negocios literarios, y hacía contratos, y pagaba regalías… No me ha tocado saber de eso en un país que presume de una paz permanente.
            En fin, así vamos, de Linchen, la madre, y Marjell, la hermana que se salvó de ser monja, a Anna Schwarz, la esposa durante dieciséis años, a Ute, otra esposa, a los hijos, desde Raoul y Franz, Helene, Bruno, hasta los nietos: Luisa, Ronja, Rosanna, Lucas, León, que deberían protestar porque aparecen muy desdibujados, como si fueran protagonistas de un siguiente libro.
            Sí, durante sesenta años Grass no pudo quitarse de la cabeza, si no es escribiendo, el horror de vivir una guerra en un país que pasó de la altanería al silencio. Un pasado recuperable frente a una cebolla y en recuerdos que son el viaje del todo a la nada. Una nada que los alemanes, como sea, han sabido dejar atrás.
Por lo pronto, lo que me inquieta es el impulso que la fama, los premios, le dan a algunos escritores. Uno compra los libros de Grass sin pensarlo, pero Mi siglo lo abandoné. Y este de la cebolla me lleva a creer que a partir de cierta edad un escritor deja de crear para empezar a fallar. Ese joven Grass que habla de su pene no alcanza la altura de su propia novela El gato y el ratón (que en México publicó Joaquín Díez Canedo). Quizás le sobran años. Y cuando representa el miedo de la guerra con la frase “me meo en los pantalones” (p. 133), uno recuerda a Norman Mailer, que en Los desnudos y los muertos escribe cómo el miedo durante el desembarco en Normandía hace que los soldados de EU se orinen en los pantalones.
De esto concluyo que es más fácil escribir sobre personajes ficticios que sobre uno mismo. Y es difícil si se tienen ochenta años y hay autores memorialistas como Pablo Neruda y Vladimir Nabokov. Las memorias, un género difícil, debería escribirse antes de que la vejez nos alcance.

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