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pesar de la tenacidad con que trataba de olvidar, todas las palabras y los gestos de su gente le hacían recordar. El resquemor subía lento, desasosegador desde el vientre aposentándose en la boca, inundándola con el sabor indefinible del desconsuelo.
Fue paciente. Desde el principio del percance trató de centrarse en la idea de que nada había perdido, y arduamente la tranquilidad ganó algún terreno en su espíritu convulso. Entonces, en un monólogo interior trató de establecer el valor real de las cosas, ya que un siglo antes, la raja de canela necesaria para una tisana era muy cara; sin embargo, toneladas de canela, de clavo y de pimienta, naufragaron junto con las naos que la transportaban. Y él se enorgullecía de muchos de aquellos hundimientos porque debido a la patente de corso, con el perjuicio colaboraba con sus reyes a obstaculizar el comercio del enemigo.
Lo sabía perfectamente, no importaba si en el abordaje, además de las vidas se perdían las mercaderías tan valiosas como un tesoro, sino aun el oro, las joyas; lo esencial estribaba en causar daño. Era una alimaña adiestrada desde grumete para devastar, a condición de hacerlo a costa del adversario y cumplía esa labor tan diligentemente como sus compinches. Por eso, a tiros de cañón acribilló las murallas de los puertos, después sus huestes asolaron a las poblaciones con el saqueo, el crimen, los excesos. Cuanta nave útil capturó, fue sometida a su uso y voluntad.
No podía ignorarlo, con la orden nefanda de arrasar Cabo Sagrez, quedaban sólo ruinas de la realización del sueño de un visionario, que con su esfuerzo y el de sus capitanes había hecho desaparecer el aura tenebrosa “al verde mar de la oscuridad”, trocando las llanuras marinas en áreas plenas de libertad. Mas como el mar es el azar mismo, ese logro resultó muy caro en tiempo, oro y vidas. Cómo no habría de saberlo: en aquel castillo estaban los mapas, los instrumentos en cuyo manejo se adiestraron los marinos que abrieron para él y su mundo, los mares de la tierra. Sin los viajes de esos pioneros, no podría haber sido el primer oficial inglés en cruzar Panamá y contemplar aquel otro mar detrás de la barrera del continente: piélago inmenso por donde navegaría posteriormente, cumpliendo inexorable su sino pernicioso. Luego: ¿Cómo no pensar que la ingratitud más densa le dictó acabar con ese símbolo?
Pero la altanería de su libertinaje no se ensombrecía con re-mordimientos. Su pesadumbre era por el menoscabo a su orgullo; mientras que el rescoldo de su yo racionalista le decía que la vida es buena; pesimista, se empeñaba en ver sólo lo malo, como Jeremías, se lamentaba del balance de sus cuentas.
Porque él: Francis Drake, el altivo, el cruel, el juramentado a defender con la espada y aun con la vida la causa del corsario; en el tráfago de una inmunda taberna de algún puertecillo, sufrió la afrenta de ser degradado por una mujerzuela ofendida, que descargó todo su desprecio al mirarlo con aire burlón, al tiempo que con lentitud, casi silabeando le llamó: ¡Pirata!
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