Las ferias del libro son un éxito una vez al año en ciudades grandes. Se estimulan las ventas. El periodista se pregunta si alguien sabe cuánto cuesta instalar una feria del libro. El periodista no puede ser descortés, pero insiste: ¿hay ganancias? Silencio. Las fiestas grandes, subsidiadas por instituciones grandes, gastan sin temor de llegar a los números rojos. ¿Los gastos de una feria se anotan en la columna de publicidad, fondo perdido? El anfitrión reparte cortesías, ¿cuáles gastos le pasa a sus invitados?
Es razonable que los editores paguen por el espacio que ocupan en la exhibición, a la que son atraídos los clientes, y que paguen por la presencia de su vendedor estrella, un autor de éxito, un autor conocido. ¿La música está incluida? Y la delegación del país invitado, ¿tiene descuento especial? ¿Y quién compra los regalos de recuerdo? La publicidad en medios, hay que anotarla; y los sueldos de la gente que trabajó en la coordinación, reservaciones, boletos, ruedas de prensa, visitas a estudios de televisión, el vestido de las edecanes.
El periodista evita estos temas porque no quiere caer mal a los organizadores. Se guarda las preguntas sobre el dinero, sobre las pérdidas que puede dejar una feria. Y evita especular sobre las ganancias políticas, la plusvalía de la fama obtenida en el desfile de personajes notables, las crónicas de cortesía, que paga el periódico o los noticieros de radio y televisión.
¿Se ha fijado el periodista en el gasto de cerrar los libros con plástico, para que los clientes no los maltraten? Los curiosos se han extinguido en beneficio de los compradores avezados, que no tienen que abrir el libro que no se llevarán. Y se sume en la nostalgia: era un placer pasar las hojas, oler los libros inmaculados.
Trata de quitarse de la cabeza la preocupación por algo que oyó: la fama no es igual a la calidad, y se niega a pensar en los golpes que dan los premios; un libro se vuelve más interesante si muestra en su cintura un papel que dice: premiado.
Hace combinaciones como si estuviera jugando dominó. El libro de un famoso viejo olvidado hace ángulo con un famoso joven que vale menos. Y la fila crece: un inútil viejo recordado sigue a un joven desconocido. Y así. Faltan ediciones de buenos y malos: un autor que escribió más de diez libros sólo sigue vendiendo los dos o tres títulos que lo consagraron, los de siempre. Una generación le da la espalda a un autor y lo condena al desconocimiento de las generaciones que siguen.
Se ignora el esfuerzo de los traductores de obras que ya no se venderán porque es preferible un libro de hoy que un montón de libros que ya están en el territorio de lo gratuito, el dominio público, que ya no le paga nada a los herederos.
Una feria del libro puede parecer un valle de lágrimas. Todos tienen una sonrisa para los fotógrafos y ocultan sufrimientos como el que mostraba un autor que vendió menos porque su libro fue publicado por un editor con pocos metros de estantes y por estar rodeado de libros de dudosa calidad.
En las fiestas, no lo olvida el periodista, la gente aburrida no debió haber asistido.
La felicidad es inalcanzable, dice, al ver a un señor que ha comprado más libros de los que puede cargar. ¿Tiene librería?
El asunto es que los editores sacan cientos de ejemplares de un libro que no se vendió bien cuando fue novedad. Sigue siendo la carta favorita que se está jugando el analista de mercado que recomendó su publicación. Hay que hablar con el autor, que debe portarse como estrella de cine: que se divorcie, o se case, que haga un escándalo mediático a propósito de alguna causa, buena o mala, que hable mal del inmortal, que critique tanto al que murió como al que sigue aquí.
“Seamos tolerantes”, pensó el periodista. “La promesa de la literatura que dejó de serlo fue un mal negocio del editor. Hay que apostar por los imbatibles, los que esconden sus libros malos detrás de libros nuevos y premios y condecoraciones. Y así, la mula de seis es un riesgo que hay que correr.”
El periodista comprueba lo limitado de las ferias del libro: montañas del mismo libro y ningún deseo de volver a imprimir algunos títulos, mejores que el libro nuevo. Los títulos agotados así se quedan. Sin sección de libros usados, ni mostradores de bibliotecas públicas. El periodista saca de la bolsa de su camisa el pedido de su novia. Decir libro de bolsillo significa sótano, mercancía en liquidación, seminueva. Ese libro salió en formato de lujo y luego fue procesado como libro barato y luego como nada: misteriosa desaparición.
Da una patada en el suelo y decide salir de la feria. Es un mundo raro. Hay libros que no imaginamos, viejos y nuevos, y que ningún editor está interesado en publicar. Tienen un experto en riesgos. Libro que no tiene la venta asegurada es considerado rareza y no está en la feria. No. No está. Hay que buscar con coleccionistas, con anticuarios, con comerciantes que venden dos por uno, con precios castigados, de veinte pesos, poco más.
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