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viernes, 25 de noviembre de 2011

LA SUÁSTICA MEXICA / JOSÉ LUIS VIVAR

FRAGMENTO DE LA NUEVA NOVELA

El Hombre nunca llegó a presentarse en los cuarteles destinados para los hombres al servicio del Führer. La hoja de requisitos que consiguió en un módulo de reclutamiento no podía ser más evidente: para pertenecer a la Leibstandarte SS debía tener como mínimo 1.78 metros de estatura –medía 1.82–; las aptitudes físicas e intelectuales de los aspirantes debían ser superiores a la mínima –confiaba estar muy por encima en ambas habilidades–; la apariencia física tenía que ser de acuerdo a los cánones establecidos por Walter Darré –sin lugar a dudas, a pesar de no ser rubio, pasaba como un auténtico hombre de Alemania–, y, por último, contar con un certificado de arianismo firmado por el mismísimo ¡Heinrich Himmler! 
Esto último lo dejó sin aliento. La palabra mestizo se repitió en sus oídos. Ser ario equivalía a tener antecedentes familiares de esa raza, al menos en los últimos cien años.
Él no contaba con ese tipo de historiales.
Quería integrarse a la querida patria de su padre, y esa misma patria se atrevía a rechazarlo, sin darle la oportunidad siquiera de probarse. Su condición de impuro lo delataba. Aunque, tal vez como simple muestra de compasión, sus tíos y primos solían decirle que él era tan germano como ellos.
¡Mentían!
No se trataba de su talla y rasgos físicos; tampoco de las medidas antropológicas de su cráneo, o en lo blanco de su piel. Mucho menos en sus ojos y cabellos negros. No, nada de eso. La verdad se escondía muy adentro de su organismo, en esa compleja maraña de arterias, venas y vasos, donde fluía otro tipo de sangre, otro ADN. Noble y sabia como la germana, perteneciente también a otros gloriosos señores, sólo que de un continente lejano y de tiempos muy remotos.
Abatido, en el aislamiento de la habitación de ese hotel, antes de cumplirse el segundo día de su derrota, el hombre se bebió de un trago la amargura, dio vuelta a la hoja, y se felicitó porque no había comentado con nadie sus aspiraciones bélicas.
¡Ni las conocerían!
Las últimas dos semanas de su visita a Alemania fueron decisivas. Un suceso inesperado, al acudir a una conferencia organizada por Karl María Weisthur, jefe del Departamento de Prehistoria e Historia Antigua, y dictada por un importante arqueólogo, cambiaría totalmente el rumbo de su destino.
Durante los años siguientes se preguntaría, si no habría sido el espíritu de alguna valkiria, la que hizo posible el revelador encuentro con aquel inquieto hombre de calva centelleante y abundante barba, quien le planteó que existía una diminuta posibilidad entre millones de alcanzar la gloria, a través de un sofisticado proceso que sonaba como un auténtico disparate.
Aun así, depositó su confianza en el talento de aquel hombre de ciencia, porque todo podía ser posible, excepto lograr la vida eterna de los seres humanos en el planeta Tierra. Sin averiguar el cómo ni el por qué, sentía que la vida misma le compensaba el vergonzoso rechazo, por eso, dando muestras de absoluta convicción, supo que su sangre indígena era la que realmente estaba por encima de la germana, aunque a esta última nunca podría hacerla a un lado, porque también formaba parte de su existencia.
Prometió, por la memoria de sus antepasados, entregar todo su apoyo económico y moral para engrandecer a Alemania, así como auxiliar a sus hombres y mujeres cuando estuvieran en desgracia. Consideró por eso mismo que en vez de utilizar su nombre: Augusto Seidel Tlatelpan, estaba obligado a llevar un sobrenombre en la clandestinidad, un alias que lo identificara con el orgullo de su raza. Bajo el cielo estrellado de un agitado Berlín, aquel mes de mayo de 1934, una voz interna –que él interpretó como perteneciente a uno de sus más antiguos abuelos–, le reveló que a partir de ese momento sería conocido como ¡El Caballero Jaguar! 

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