Cuando la energía eléctrica faltaba en las
noches ardientes del puerto, la abuela, con el cacho de puro en la boca, arrastraba
la mecedora al patio para refrescarse y se abanicaba con un soplador de palma. Se
alumbraba con la luz reverberante de una lánguida vela, colocada en una botella
que chorreaba sebo, a manera de
candelabro, lo cual generaba sobresaltadas sombras. Los chiquillos uno a uno la rodeaban para escuchar
alguna historia y así daba inicio lo que ella a su vez había escuchado de sus
mayores. Fue una noche sin luna con el
cielo cuajado de estrellas, cuando le escuché el siguiente relato:
A finales del siglo XVIII un navío navegaba por el Golfo de México, iba cargado
con un tesoro oriental destinado a la esposa del Virrey Juan Vicente de Güemes
Pacheco y Padilla. En el barco viajaba Alejandra, mujer de edad madura y esposa
de Camilo, el capitán. Iba también Marimar, recién casada con Rodrigo, primer
oficial.
Cuando
las damas subieron a bordo, a la tripulación no le agradó la presencia de la esposa del primer oficial,
porque la tradición de los hombres de mar auguraba mala suerte si alguna mujer
joven viajaba con ellos. Sin embargo, Marimar, de dulce belleza, de ojos moros
y de mirar profundo, los fue cautivando día a día y su presencia adornó la
travesía para regocijo de todos.
El
trayecto transcurrió sin percances, pero la noche antes de arribar a Veracruz,
un huracán sorprendió a la embarcación frente a la costa. Las ráfagas
huracanadas, el agua de la lluvia y las olas zarandeaban sin piedad a la débil nave.
El capitán, a pesar de su amplia experiencia, maniobraba con gran dificultad.
Marimar
y Alejandra estaban juntas en el camarote, sus caras reflejaban la angustia. La
primera se arrodilló ante la imagen de la Virgen Stella Maris, patrona de los
marinos, que estaba en el camarote del capitán, cerró los ojos y con gran
fervor dirigió la siguiente plegaria:
¡Flor del Carmelo, viña florida,
esplendor del cielo, Virgen fecunda,
singular.
¡Oh, Madre tierna, intacta de hombre,
a todos tus hijos proteja tu nombre,
Estrella del Mar!
Después sacó de la bolsa del
vestido el rosario que siempre la acompañaba y las dos empezaron el rezo de la
sarta.
No
habían terminado el primer misterio cuando se escuchó la campana de alarma. Ambas
mujeres salieron en busca de sus esposos y caminaron unos pasos afuera del camarote.
Mientras esto sucedía, un brusco movimiento de la nave hizo perder el
equilibrio de Marimar. Se golpeó la cabeza con el marco de una puerta y perdió
el conocimiento.
No
supo cuánto tiempo pasó. Trató de abrir sus grandes ojos negros pero no pudo. No
obstante sentirse sumergida en el mar podía respirar. Semiinconsciente escuchó
una dulce melodía. Se sintió reconfortada. Unas manos fuertes y cálidas a
sacaron a flote su delgado cuerpo, que transportaron y depositaron en la playa
cerca de una fogata fortificante.
Los
primeros rayos del sol acariciaban el horizonte. Marimar fue recobrando el
conocimiento. Estaba muy cansada, en su cabeza repicaba una y otra vez la
campana del barco, abrió los ojos y vio a su alrededor a un grupo de hombres que
curiosamente la observaban.
Pensó
en voz alta. Era de noche, el sonido y la fuerza del viento impetuoso eran
terribles. Sentía cómo las gigantescas olas chocaban contra la frágil
embarcación, intentó llegar hasta donde estaba Rodrigo, pero perdió el
equilibrio y ya no supo más. El barco había naufragado.
Al darse cuenta que era
observada preguntó.
—
¿Dónde está mi esposo?
—
Además de ti, no hemos visto a nadie —dijo uno de los hombres del grupo.
—
¡Soy la única sobreviviente! —desahogó en largo llanto su dolor, como para inundar
el mar. Luego se dirigió hipando a los hombres.
—¡Gracias
por salvarme, y por prender la fogata!
—Nosotros
no te salvamos, ni prendimos la lumbre. Después del ciclón, nos acercamos
porque nos extrañó ver la luz en una noche tan oscura.
—¡Entonces…!
Si ustedes no me rescataron, ni encendieron la fogata, ¿quién lo hizo?
Tío
Nico, un anciano de larga y cana barba, de mirada bonachona y ligeramente
encorvado, fue quien con voz pausada dio la respuesta.
—Fueron
los espíritus que habitan en el mar, tu belleza exótica los debe haber
cautivado.
—Pero,
¿quiénes son esos seres?
—Son
las almas de la gente que ha muerto en los naufragios. En algunas ocasiones,
como en tu caso, rescatan a las personas y en otras las atrapan para que no
puedan emerger con vida.
Marimar
fue llevada hasta la choza de Nico, donde una de las mujeres le ofreció un
jarro de café negro y unos tacos de frijoles; no se había dado cuenta pero
tenía mucha hambre. Mientras comía les narró sollozando.
—Teníamos
dos meses de casados cuando abordamos el barco, era el primer viaje de Rodrigo
a América. El capitán le propuso la travesía. De entrada no la aceptó porque estaríamos
mucho tiempo separados. Al conocer el motivo de la negativa, lo autorizó para
que yo también viajara, por su parte él traería a Alejandra, su esposa, y así
nos acompañaríamos mientras ellos trabajaban.
Aún
no terminaba su café cuando llegó corriendo uno de los pescadores.
—
¡El mar arrojó el cadáver de un hombre!
La
piel de Marimar palideció, pero ni aún así perdió la belleza heredada de su
madre andaluza y de su padre, quien era descendiente de un príncipe moro. Con
pasos vacilantes se dirigió hacia donde estaba el cuerpo boca abajo. Sin
voltearlo, de una ojeada se dio cuenta. ¡No era Rodrigo! Se quedó en la playa
todo el día. Esperó a los rescatistas quienes habían salido a buscar algún
sobreviviente.
Con
el cielo pintado con la gama de colores del espectro solar, regresaron los
hombres sin haber encontrado a nadie. Ante este hecho perdió toda esperanza de
que rescataran con vida a su esposo. Sólo esperaba que el mar le devolviera su
cuerpo para sepultarlo.
Pasó
una semana sin ningún resultado y Marimar le dijo a su anfitrión.
—Tío
Nico, le voy a pedir a los pescadores
que me ayuden a recuperar los restos de Rodrigo. Su cuerpo, al igual que el de
otros, debe haber quedado atrapado en la embarcación, también podrán sacar las
joyas de la esposa del Virrey, y esa será su recompensa por ello.
A tío Nico no le pareció una buena
idea. Sin embargo, no se opuso, ni hizo comentario alguno. Al día siguiente, un
grupo formado por ocho pescadores salió en busca del buque naufragado. Fueron
varias horas de intentos, pero al fin localizaron restos de la nave. Ningún
cuerpo pudieron localizar. Poco a poco empezaron a sacar valiosos objetos
cuando subieron rápidamente al bote, la palidez de su cara reflejaba un gran
pánico. Se miraron unos a otros. Cuando uno de ellos al fin pudo hablar dijo.
—
No vuelvo a intentarlo.
— ¡Sí, regresemos!
—
¿Por qué? —dijo el único hombre que había quedado al cuidado de la lancha.
Sin
dar respuesta, el timonel enfiló la lancha hacia la playa. En la playa los esperaba
entre otros Marimar y tío Nico, todos con la expectativa de las noticias.
Marimar, la más ansiosa, preguntó sobre los resultados de la búsqueda. Uno de
los pescadores sobrevivientes narró lo ocurrido:
—
Encontramos los restos del barco, no vimos ningún cuerpo y subimos algunos
objetos. Cuando hicimos la última inmersión, tres de mis compañeros
descubrieron un baúl con el tesoro de la esposa del Virrey, tomaron algunas
joyas y de pronto surgieron unas sombras y los atraparon. Ellos se resistieron,
pero los espectros se los llevaron. Los demás, al ver eso, subimos para que no
nos alcanzaran. Tío Nico, de escuchar atento y de pocas palabras, sólo
pronunció:
—
Fueron los Espíritus del Mar.
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