En la llanura de la huasteca veracruzana, cerca de un tupido bosque, vivía Verónica, mujer de veinticinco años, de hermosas facciones, piel color canela, y Damián, de cuarenta y dos años; sus rasgos, como los de ella, denotaban su origen indígena, el cuerpo era musculoso por el trabajo del campo.
Para llegar a la cabaña donde vivían era necesario atravesar un pequeño jardín, dividido por un camino que conducía a un portal en donde había dos mecedoras y un sofá que la familia utiliza durante el verano para refrescarse.
Una tarde lluviosa, después de su labor, Damián y el niño se fueron al pueblo cercano a comprar semillas. Durante su ausencia llegó hasta la casa una anciana alta, muy delgada, de tez cetrina y grandes ojeras. Vestía una túnica que hacía muchos años debió haber sido blanca, pero ahora estaba teñida con las cenizas del tiempo. Una cuerda muy larga le daba varias vueltas a la cintura, donde se veían unas tijeras grandes, relucientes por el filo que tenían. Las puntas de la soga quedaban al frente, del lado izquierdo, a la altura de la rodilla. Cubría su cabeza con un sombrero similar al de la Catrina de Posada. La anciana subió los escalones y se sentó en una de las mecedoras.
Verónica la vio desde la cocina, la vio por la ventana cuando cruzó el jardín y salió a su encuentro con una jarra de agua fresca. Sus ojos se encontraron con los de la recién llegada. Un escalofrío la recorrió y sintió que se ponía pálida, amarillenta. Tuvo un mal presentimiento que desechó de inmediato. Le preguntó:
—Madrecita, andas muy lejos del pueblo. ¿Quieres tomar un poco de limonada para refrescarte?
—No, gracias, estoy esperando a Damián.
—¿Quién eres, lo conoces?
—Uno de mis varios nombres es Pelona, por eso me cubro el cráneo con el sombrero. Lo conozco desde antes de que estuviera en el vientre materno. En otros lados me llaman Átropos.
Verónica sintió las piernas débiles. Al tender sus brazos para apoyarse sobre el respaldo del sofá, tiró la jarra de agua.
—¡No, por favor, todavía no! Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, para que lo que está escrito no suceda.
La anciana bajó los cadavéricos párpados, después de unos segundos esbozó una sutil sonrisa y dijo:
—En lo espeso del bosque busca un gran tronco hueco de roble, en donde habita un viejo búho blanco llamado Erictonio, sólo él puede dar una respuesta a tu petición. Ve a verlo.
Sin pensarlo dos veces, Verónica inició su marcha, transitó penosamente por caminos escarpados dentro del húmedo bosque, tratando de localizar al búho. Era tanta su prisa que no le importaron los rasguños causados por los arbustos, en su cara y brazos. Llegó la noche. Todo se transformó en un concierto de ruidos. Las pequeñas luces de los cocuyos y luciérnagas rompieron la oscuridad, escuchó los penetrantes y constantes sonidos producidos por los insectos y de pronto llegó hasta sus oídos el inconfundible ulular del ave. ¡Por fin lo había encontrado!
Le contó llorando la causa de su angustia. El búho, sosteniendo la cabeza con la punta de las plumas del ala izquierda, escuchó con atención el relato de Verónica.
—Humm, humm, es el caso más difícil que he escuchado a través de mi existencia.
Giró su cabeza ciento ochenta grados, la regresó a la posición original, se rascó la testa. Erictonio se compadeció de ella.
—Humm, humm; no sé si pueda ayudarte. Tú sabes muy bien que no se puede cambiar la voluntad divina. Voy a hacer algo por ti y dejaremos en mano del omnipotente la última voluntad. De regreso a tu casa toma el primer cocuyo, con su luz busca en tu jardín una flor de heliotropo, la separas del tallo, la sujetas con un hilo y la amarras al cuello de tu esposo, con esto se volverá invisible para Átropos, pero... ninguna luz deberá dirigirse a su cuerpo, porque eso produce sombra y será fácilmente localizado.
De regreso al hogar, Verónica analizó las sabias palabras del ave nocturna, dándose cuenta que contravenía la voluntad del todopoderoso y lloró amargamente. En ese momento se desató una fuerte tormenta, vio relámpagos, escuchó el estruendo producido por una tormenta eléctrica, comprendió la magnitud del peligro y aceleró el paso. Un rayo que cayó cerca de ella la arrojó contra una piedra y perdió el conocimiento. Cuando despertó, estaba en el consultorio del doctor Zárate.
—¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí?
—Te estamos cuidando, tu esposo te encontró tirada cerca de tu casa y te trajo.
Recordó todo lo que había sucedido. Angustiada, a punto de preguntar por su esposo él llegó, lo abrazó, cubrió su rostro de besos. Y Damián, sin imaginar lo que había vivido su esposa, le dijo:
—Ya, mi amor, ya pasó todo. ¡Mira, lo compré para ti!
Palpó su cuello, no encontró la gargantilla. La había comprado al llegar al pueblo. Se la había puesto para no perderla.
—¡Oh! Lo perdí. ¡Lástima! Era una gargantilla de cuero, tenía como pendiente una pequeña piedra, parecida al cuarzo, verde con manchas rojas, en forma de campana, me la vendió un anciano con un sombrero de plumas blancas y ropa extraña.
La enfermera, que se encontraba a un lado de Verónica, había escuchado el comentario de Damián y dijo:
—Esa piedra hermosa se llama heliotropo, antiguamente se le atribuía la virtud de hacer invisible a la persona que la tuviera.
Verónica movió su cabeza y miró a la enfermera, abrió los ojos sorprendida, secuestró un suspiro y guardó silencio.
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