Tenía doce o trece años cuando pasé mi primer verano en casa de la abuela.
Yo era una niña demasiado pequeña para mi edad; flaca, enfermiza y consentida. Durante las largas convalecencias por mis continuas enfermedades, lo único que hacía era leer y, cuando estaba sana, me dejaban correr por toda la casa, tras mis hermanos menores, sin ninguna otra obligación que no fuera cumplir con mis tareas y mantener en orden los libros de mi padre. Cuando mi abuela se percató durante una de sus visitas de semejante indisciplina, habló con mi madre al respecto; era inadmisible que una niña de esa edad no tuviera la menor destreza ni habilidad casera; ¿Cómo era posible que aún no supiera hacer tortillas o poner un buen café de olla? Mi madre sonrió, le dijo a mi abuela que ya existía el café instantáneo y las tortillas de molino, pero si deseaba darme una lección de lo que ella consideraba eran habilidades necesarias para una señorita en ciernes, no había ningún problema. Así fue como partí muy contenta a pasar las primeras vacaciones, lejos de mis padres.
Un día, como a las cinco de la tarde, mientras preparábamos la cena y vertíamos el aromático café en una olla de barro, para recibir al abuelo, oí un aletear fuera. Ella ordenó: “¡Corre a cerrar las ventanas de enfrente; es el remolino!”. Yo nunca había visto uno. Muy emocionada me recargué en los cristales de la ventana y observé como un pequeño torbellino, un poco más alto que yo, entraba al patio, sacudía las bugambilias rosadas y blancas, las despojaba de algunas flores marchitas y, en un par de minutos, se deshacía dejando una montañita de hojas secas. “¿Ese fue el remolino?”, pregunté con profunda decepción. En mi cabeza bullían las imágenes que había visto en la enciclopedia de ciencias naturales que mi papá tenía en casa: un enorme tubo conectaba la tierra a un cielo terriblemente gris; la gran serpiente de los vientos devorando todo lo que hallara a su paso. Nada. Afuera del patio de la abuela apenas había un montoncito de basura.
“No siempre fue así, últimamente ha perdido fuerza”. La abuela abrió las ventanas, limpió su mecedora del polvo que el raquítico vientecillo había llevado, tomó sus lentes y me pidió que le buscara un libro viejo del pequeño librero. Cumbres Borrascosas. Ella lo acarició y lo abrió, pero tenía las hojas tan amarillas que las letras casi no se distinguían. Dijo: “Tendrás que leerlo tú. Yo ya no veo ni con los lentes”. Me dio el libro. Cuando lo tomé, las manos empezaron a sudarme y tuve la sensación de que la humedad iba a deshacerlo -la misma impresión que me dejaba tocar la piel transparente y delgada de la abuela-; de inmediato se lo devolví y ella lo colocó en su regazo. “Pero antes, mientras levantas las hojas, yo te voy a contar a ti una historia”, sentenció. “¿Pero, por qué tengo que levantarlas yo, si yo no las tiré?”, protesté de inmediato. “No te pregunté quién las puso allí, te pedí que las recogieras”, dijo. Ante la orden suave, pero clara y firme de la abuela, fui de inmediato por la escoba, el recogedor y un bote de basura.
Ella empezó.
Hace muchos años, esto no estaba lleno de casas como hoy. Vivíamos en las afueras del pueblo. Tu madre y tus tíos mayores ya se habían casado y mudado a la ciudad. Sólo me acompañaba tu tía Malena, recién casada. Como había sido la última en casarse y además era la menor, a petición de tu abuelo, su esposo le levantó una casita en el fondo del patio, bajo los árboles de mango. Aún no encargaban hijos. Yo todavía era joven, quizá no tanto, pero no tenía las arrugas que hoy ves y mis brazos estaban firmes a fuerza de bajar a lavar la ropa en las piedras del río Coapilla, que en aquel entonces pasaba a unos metros detrás de la casa, hasta que vino un presidente municipal a quien se le ocurrió desviarlo para vender las tierras y construir el fraccionamiento “Del Lago” que por cierto, siempre se inunda. Como sea, el remolino llegaba puntualmente a las seis de la tarde, en época de secas. Cuando el sol empezaba a bajar, yo sabía que era hora de apagar el fogón, meter las gallinas en el gallinero, cerrar las puertas y las ventanas y meternos bajo la cama a esperar que pasara. En ocasiones, lo veíamos rodear la loma y desviarse. A su paso, iba alzando los techos de palma. Escuchábamos los gritos de las mujeres. Un día llegó un poco más temprano que de costumbre y cambió por completo de ruta. Tuvimos que salir corriendo para auxiliar a las hermanas de tu abuelo, porque la casa agarró lumbre. Esa no era una vida tranquila, pero éramos dueños de una tierra muy buena. ¿Cómo la íbamos a dejar?
En el rancho que está más allá del río, vivía una viuda. Tenía un hijo enfermo, retrasadito mental. Ella, para ayudarse, hacía tamales que el muchacho subía a vender al pueblo. Él era alto y fuerte, pero tenía expresión de niño. En el pueblo se rumoraba que la mujer nunca había tenido descendencia y que al final de su juventud, cuando su esposo estaba cercano a morir, encargaron ese hijo, pero ella era vieja y el hombre estaba tan enfermo, que no les alcanzaron las fuerzas para darle inteligencia a aquel muchacho. El joven iba al pueblo antes de que el remolino pasara y, en la noche, su madre acudía a buscarlo enfrente de la casa, a la hora en que servíamos la cena a tu abuelo y a tu tío, que habían regresado del campo. Ni la lluvia, ni los vientos tienen leyes, menos los remolinos. La gente decía que adentro de ellos tienen un diablo metido, que los mueve a hacer multitud de maldades, por donde quiera que pasan. El muchacho aquel había crecido como el nopal alteño, ancho y baboso. Sin embargo, no era tan retrasado como para no voltear a ver a las mujeres. Tu tía Malena le llamaba mucho la atención; ella era muy bonita, tenía el cabello castaño, lacio y largo y la cintura fina. Él se detenía en su camino de ida cada vez que la veía en el patio, dándole de comer a las gallinas, buscando los pollitos o cortando crucetas. Descaradamente, caminaba volteando hacia atrás hasta que lo último que alcanzábamos a ver de él era su cabeza y cuello, estirado como el de una tortuga, asomando por la curva del camino. De regreso, aquel muchacho podía contemplarla todo el tiempo que quisiera. Frente a la casa, había un tamarindo muy grande y, bajo de ese árbol, él colocó una piedra. Allí esperaba a su mamá todas las noches. La duración del momento dependía de cómo le hubiera ido con la venta. Cuando acababa temprano, le veíamos ocupar su lugar antes del anochecer. En otras ocasiones, la madre llegaba a buscarlo y él demoraba unos minutos más en aparecer. La mujer revisaba la lata en que iban los tamales y si veía que aún eran muchos pasaba a ofrecernos. Por caridad le comprábamos. Nosotras podíamos hacer hasta dos latas de masa en cualquier momento, pero ellos eran solos. La figura de aquel joven nos acompañaba todas las tardes. Nos acostumbramos a ella por su rutina de casi todos los días. El enfermito se sentaba bajo el tamarindo y no perdía a tu tía de vista ni un segundo. Se daba cuenta si Malena asomaba tras la cerca para ver si ya venía el marido, lo mismo que cuando salía a aventarle una tortilla al perro echado en la puerta o se aventuraba al exterior para recoger la ropa de los tendederos, entonces su rostro aniñado cobraba expresión. CONTINUARÁ MAÑANA
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