EDITORIAL
Ayer, cuatro de los cinco integrantes de la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) aprobaron el proyecto de resolución elaborado por el ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea que otorga una exoneración definitiva a la revista Letras Libres, a la que La Jornada demandó en 2004 por publicar un artículo en el que, faltando a la verdad, acusó a nuestro diario de ser cómplice del terror y de estar al servicio de asesinos hipernacionalistas. Culminó así un largo proceso legal que recorrió instancias y amparos de ambas partes, y que en su desenlace, lejos de sentar límites claros entre el ejercicio de la libertad de expresión y el derecho de terceros a la honra y el buen nombre, pervirtió los términos del debate público, estableció inmunidades de hecho, legitimó la mentira y legalizó la calumnia.
En efecto, al contraponer libertad de expresión y derecho al honor y a la reputación, la resolución señalada –y finalmente aprobada con los votos de los ministros Olga Sánchez Cordero, José Ramón Cossío Díaz y Jorge Mario Pardo Rebolledo, además del ponente, y con la oposición de Guillermo Ortiz Mayagoitia– incurre en el absurdo jurídico de establecer un derecho prácticamente absoluto, el de la libre expresión, en detrimento de otros.
Es importante señalar que en el debate público que acompañó a la culminación del proceso legal se llegó a afirmar que La Jornada pretendía coartar la libre expresión o, peor aún, censurarla, lo cual es palmariamente falso: este diario acudió a la justicia –infructuosamente, a la postre– para pedir una resolución que ordenara a la publicación difamadora la presentación de pruebas de sus acusaciones o, en ausencia de ellas, una retractación formal de los infundios.
El fallo comentado consuma, pues, una injusticia contra este diario, difamado con impunidad en las páginas de Letras Libres, pero también, y lo más preocupante, abre la puerta a una severa degradación de la vida política, social e informativa del país, precisamente en vísperas de las campañas con miras a la elección presidencial del año entrante.
Con el precedente de la sentencia aprobada ayer por el máximo tribunal del país, cualquier medio podrá decir prácticamente cualquier cosa de cualquier persona de relevancia pública; los famosos de cualquier ámbito podrán cubrirse de lodo entre ellos, y los medios informativos podrán acusarse mutuamente de delitos graves –el de complicidad con el terrorismo, por ejemplo–, sin que el sistema de impartición de justicia se vea compelido a intervenir. Por añadidura, las corporaciones mediáticas, las revistas y los diarios tendrán manga ancha para recurrir a la injuria contra sus competidores comerciales.
Es difícil ver una contribución al debate público y a la democracia tan contraproducente como la referida. En un contexto semejante, posibilitado por el fallo de ayer de la SCJN, no sólo pierden la civilidad republicana, el oficio periodístico y la ética en general, sino también el público –televidentes, radioescuchas, lectores–, al cual se podrá desinformar de manera sistemática y regular sin temor a consecuencias legales.
Por otra parte, se refuerza de manera inevitable la tremenda y generalizada inequidad que caracteriza al país, el uso discrecional y faccioso de los recursos públicos, la persistencia de monopolios o duopolios y la existencia de grupos en los que se conjuntan los intereses políticos, empresariales y mediáticos, como ese del que forma parte la propia Letras Libres, en detrimento de oposiciones, movimientos sociales y proyectos informativos de carácter social, ciudadano, alternativo o comunitario.
Es difícil creer que los magistrados que aprobaron ese fallo inapelable y legal, pero impresentable, no hayan previsto semejantes implicaciones.
La Jornada podría participar en estas nuevas reglas del juego, pero no lo hará. Sin renunciar al ejercicio de la crítica, se mantendrá apegada, independientemente de las circunstancias, a los principios y valores que le dieron origen y que obligan a un ejercicio responsable y ético de la libertad de expresión.
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