El avión llegó a las cinco de la mañana, el abrigo ya tenía un rato de ser un estorbo. París se desvanece para volver a caminar por las calles de mi cuidad, que, antigua Tenochtitlan, conserva su seductora capacidad de embrujar a quien la conoce. Se reinventa, se destruye y reconstruye con la absoluta certeza de siempre sorprender. La conozco y la desconozco, la recorro como lo he hecho miles de veces y como si fuera la primera vez. Encuentro ahora una avenida Madero que ha expulsado a los invasores motorizados para dejar paso a los chilangos de a pie, quienes dan rienda suelta a su creatividad desplegando toda clase artilugios maravillosos para alucinar al peatón y por tanto cualquier imposible es posible. Se encuentra desde alguien que regala abrazos hasta alguno que se pasea del brazo con la muerte, eso sí , elegantemente ataviada como una catrina. Ningún límite al imaginario popular que se derrama entre el sonar de las campanas de catedral y el acontecer cotidiano que no conoce la palabra rutina y que a manera de consigna sorprende día a día.
La mañana del último domingo del mes de octubre, muy temprano aún y al no poder conciliar el sueño, miro por la ventana del hotel donde me hospedaba y veo a todo lo largo y ancho de la explanada del zócalo extraños visitantes gigantescos que inmóviles esperan, vestidos de colores brillantes, que el primer rayo del sol los descubra.
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